Profesor Guillermo Cesar Vadillo
  Mano a Mano con la Esperanza
 
 
Guillermo Cesar Vadillo
Salvador Dellutri
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Mano a mano

con la Esperanza

 
 
 
 
Un intercambio epistolar de reflexiones

Sobre el presente y el futuro de nuestra civilización

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Año 2000
 
 
INTRODUCCION
 

Cuando nos propusimos escribir estas cartas lo hicimos pensando que nuestras diarias conversaciones podrían ser compartidas por muchos que encontrarían en ellas reflexiones sobre algunos de los problemas que nos aquejan. No pretendemos que las conclusiones a las que llegamos sean las únicas soluciones válidas, pero sí que sirvan para abrir la discusión entre los lectores y, de alguna forma, se convoque al nacimiento de un ideario que rompa con este “dejar hacer” que nos asfixia.

            El lector observará que el objetivo perseguido es despertar en los hombres la conciencia de un cambio profundo y la comprensión de que la vida no sólo pasa por disfrutar el momento en que se vive. La civilización debe progresar en profundidad y extenderse al mayor número posible de hombres, para multiplicar de esta manera sus medios.

            Creemos que todos nos debemos desempeñar individualmente, pero sólo nos desempeñaremos bien si buscamos la superación diaria, este esfuerzo es el que constituye nuestra participación en el desarrollo de una sociedad mejor.

            Nuestra confianza en el destino humano y en el porvenir del espíritu es grande, pero somos conscientes también de que el futuro inmediato no podrá traer al mundo felicidad, ni el satisfactorio sentimiento de estar empeñados en el progreso de toda la humanidad Consideramos que todos estos sueños, todas estas legítimas esperanzas que tantas veces nosotros nos planteábamos en torno a una taza de café, se materializarán algún día cuando el hombre desarrolle su conciencia individual, sus virtudes y comprenda el valor de la dignidad humana.

Empeñarse en establecer el culto a la dignidad humana individual y mejorar al hombre ahogando su egoísmo y su desamor al prójimo, será la tarea más importante en el futuro próximo, para lograr así un mundo mejor. Creemos que sólo mediante la acción directa sobre la juventud se puede moldear con éxito una sociedad de esta proyección. 

            Consideramos que en la actualidad existe una solidaridad artificial, pero que ella es totalmente externa, es impuesta, basada enteramente en los intereses materiales de un grupo, pero que evidentemente está en contradicción con la verdadera solidaridad humana e impide su desarrollo.

            Ha llegado el momento de que los pueblos sepan lo que desean. La vieja armazón que dejaron para nosotros las generaciones pasadas se resquebraja por todos lados. No nos pueden salvar ni las cálidas promesas electorales, ni las actitudes políticas de doble juego, ni las actitudes paternalistas de los gobernantes que, por otra parte, niegan a aquellos que están fuera de su entorno la posibilidad de su futuro.

Queremos recordar las palabras de Aristóteles:  “No existe peor injusticia que la de tratar los casos desiguales de una manera igual”. La fuerza de los malos políticos que llegan al poder, reside en parte en la relativa confianza del pueblo al que deberán gobernar. Los gobernantes saben que los ciudadanos esperan de ellos que hagan imperar la honestidad, la justicia, la salud, la educación. Estas ideas son colocadas como fundamento de sus campañas electorales, pero llegados al poder caen en el más profundo de los olvidos.

La verdadera misión del Estado es la servir al ciudadano, protegerlo en su libre expansión material y espiritual; no dominarlo ni desde el punto físico, ni psíquico. El gobierno que trata de substituir el logro del desarrollo individual por sus propios intereses es regresivo y amenaza la dignidad humana.

            Es importante tener presente que cuando un funcionario va a asumir a su cargo, jura; y luego, mientras desarrolla su actividad, hace caso omiso al objetivo de su juramento. Pareciera que se desconoce que esta ofrenda es sagrada. Nadie está obligado a jurar, pero quien rompe con la palabra dada debería quedar deshonrado para siempre, pues comete un crimen imperdonable contra su dignidad, se traiciona a sí mismo, se cubre de vergüenza y se excluye de la sociedad humana.  

            Si los hombres se pusieran a meditar sobre la desproporción que existe entre la duración de la vida y lo prolongado de su influencia sobre las futuras generaciones, tomarían conciencia de que sus actos pueden dejar una huella modesta, brillante u oscura sobre la posteridad. Esta convicción debería estar presente en todos los actos de la vida. Ningún hombre desaparece por completo si se empeña en hacer el bien y no espera recompensa alguna fuera de la alegría de haber contribuido al progreso de la humanidad. Los empeños intelectuales, la ciencia, no tienen valor alguno si no llevan al hombre a una mejor comprensión de si mismo, del significado de la vida y de los recursos que lleva dentro de sí.           Esta es la idea que hemos querido transmitir en el libro que les presentamos, de ser así habremos cumplido lo que nos hemos propuesto.
 
 Los Autores
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Carta 1             

                                                     

                                       San Miguel, 1 de agosto del 2000.-

Estimado Salvador:

Durante su viaje a Holanda he extrañado nuestras largas charlas de café, en San Miguel, en las que analizábamos la marcha de esta sociedad tan convulsionada, y de valores tan cambiantes.

 En la soledad de mi estudio, me fui planteando una serie de preguntas,  que desde hace tiempo giran en mi mente.La mayoría de ellas tratan de hallar explicación a los difíciles momentos en que nos toca vivir. Muchas veces buscaba respuesta sin poder encontrarla; otras, trataba de justificar las atrocidades que a nivel humano se cometen. A renglón seguido, las evaluaba de manera conformista, resultando de ello un argumento de carácter resignado, particularidad esta que siempre estuvo reñida con mi personalidad,  la que a pesar de mis años, aún se mantiene firme.

La primera pregunta que me hice consistió en plantearme lo siguiente: ¿Alguna vez en la historia de la humanidad se organizó tanto, se edificó tanto, se acumuló tanto como en el siglo XX y, simultáneamente, se estuvo tan atormentado por la pasión de la nada, del vacio de la vida?

Creo que vivimos en un desierto, sin catástrofes, sin tragedia ni vértigo.

Se trata de una deserción en el concepto de comunidad, en la que el cuerpo social se transforma en un cuerpo exagüe, en un organismo abandonado.

Este desierto crece a medida que transcurren nuestra vidas: el saber, el poder, el trabajo, el ejército, la familia, la Iglesia, los partidos políticos, los gremios, la cultura, la educación,  ya han dejado globalmente de funcionar como principios absolutos e intangibles y, en distintos grados, ya nadie cree en ellos, ni nadie invierte nada en ellos..

¿Quién cree aún en la familia, cuando los índices de separaciones no cesan de aumentar, cuando los viejos son expulsados de sus hogares y se los abandona en asilos, en el mejor de los casos, o  se los dejar morir de hambre como si fueran objetos descartables. Cuando los padres quieren permanecer jóvenes, olvidándose que son los arquetipos de la formación de sus hijos, o cuando el fantasma de la desocupación altera el ritmo normal de la familia. Cuando las parejas se vuelven libres y se publicita que la relación sexual no es producto del amor, sino sólo una necesidad fisiológica?

¿Quién cree aún en el ejército cuando por todos los medios, con una irresponsabilidad total, esgrimió la idea de una guerra sucia para aprovecharse de esa situación y cometer sangrientos crímenes, con el solo fin de crear temor en la población, perpetuarse así en el poder y lucrar con él?

¿Quién cree aún en las virtudes del esfuerzo, del ahorro, de la conciencia profesional, de la autoridad, de la imparcialidad de la justicia, del verdadero amor al prójimo?

Mi querido amigo, éstas son algunas de las preguntas, que me fui planteando en la soledad de mi estudio. A ellas traté de buscarles una explicación.

Por todas partes se propaga la ola de deserción y desesperación. Las instituciones han perdido la grandeza de otras épocas y, como consecuencia, su poder de movilización emocional. Sin embargo, siguen funcionando. Se reproducen y desarrollan. Parece que un sistema inercial fuera el factor movilizante, que permite su desarrollo en el vacío absoluto, sin adherencia ni sentido. En él, los “especialistas” ejercen el control con el empleo de una metodología en la que impera sólo una técnica desprovista de todo sentido humano. Estos técnicos son, como decía Nietzsche, “los últimos curas, los únicos que todavía quieren inyectar sentido y valor, allí donde no hay otra cosa que un desierto árido”.

Hoy parece que la conclusión a la que llegó Federico Nietzsche en su cuento “El loco” , en La Gaya Ciencia, cuando el personaje central de la obra afirma “Dios a muerto, lo hemos matado nosotros”, tuviera un verdadero sentido, ya que las grandes finalidades se han apagado, pero a nadie le importa nada, se ha cumplido el diagnóstico que hiciera Nietzsche en esta obra: la muerte de las ideologías y la muerte de Dios,  se han hecho realidad en estos tiempos

Observamos que el proceso de personalización que se experimenta en nuestros días, tiene por efecto una deserción sin precedentes en la esfera de lo sagrado.

El individualismo de este fin de la modernidad no cesa de minar los fundamentos de lo divino. La misma religión ha sido arrastrada a un proceso de personalización: se es creyente según la conveniencia de cada individuo. Se mantiene tal dogma, se elimina tal otro, se mezclan los Evangelios con el Corán, el Zen con el Budismo. La espiritualidad va de la mano del supermercado y del autoservicio. Esta desestabilización de lo sagrado lo situa en el mismo plano de la moda y el trabajo. Según la conveniencia se puede ser un tiempo cristiano y en otro momento budista o arekrishma. Este cambio es el resultado del individualismo existente en nuestros días.

El hombre actual es poseedor de una fuerte tendencia narcisista. Por tal razón su temperamento es flexible, sólo va en busca de sí mismo. Sin referencia ni certeza, sólo busca lo que le permita ser su propio Dios. Por eso emplea recursos efímeros pero no por ello menos poderosos los que consigue aplicando técnicas de relación, dietéticas o deportivas.

El vacío existencial, la pérdida de los ideales, no lo han llevado, sin embargo, al aumento de la angustia y del pesimismo. Esta visión trágica se contrapone con el aumento de la apatía de la sociedad, la que sólo se conforma con las sensaciones que resultan de un juego puro, en él son actores principales la apariencia y el espectáculo.

He querido con esta primera carta que le envío hacer un análisis de la situación que acontece, a mi entender, en nuestra sociedad durante el fin de la modernidad. A pesar de lo que expongo, no soy pesimista. Si lo fuera, no me atrevería a escribirla. Le invito, a través de este epistolario, a una buena partida de ajedrez, mientras arde a nuestro alrededor el escenario de la vida, Allí es donde le invito a jugarla. Buscaremos así una explicación, filosóficamente más honda, socialmente más responsable. El desencanto de nuestra época no nos ayudará a emprender esta busqueda. Lo hará sí, la conciencia del sufrimiento diseminado que experimenta la sociedad en su conjunto, y  la indignación que muchas veces nos han producido situaciones que alteran  los valores morales más elementales.

Sin más y a la espera de su respuesta, lo saluda a Ud. muy atentamente.

G.C V.
Carta 2             
 
San Miguel, 25 de agosto de 2000.
 
Estimado Guillermo:

 Leí una y otra vez su carta, que refleja con precisión la incertidumbre en que vivimos y presenta los interrogantes que una persona inteligente como usted no puede dejar de hacerse. Recordé entonces a Francis Shaeffer - un esclarecido pensador cristiano - cuando, en un grito aterrador, analizando la situación de nuestra cultura decía: “¡No tomemos estas cosas a la ligera! Es horrible para un hombre como yo contemplar cómo mi país y mi cultura se hunden delante de mis ojos, cómo se escurren en el corto espacio de mi propia vida”. Creo que su carta está resumida en este grito.

Reiteradamente usted se pregunta “¿Quién cree...”. Pienso que ese interrogante que abre sobre instituciones y valores está señalando la clave del problema: estamos ante una profunda crisis de fe, donde una gran mayoría ya no cree en nada ni en nadie. Pero tenemos que preguntarnos por qué hemos llegado a este estado de descreimiento.

Usted se refiere a Federico Nietzsche y, aunque me parece un pensador muchas veces contradictorio y de múltiples interpretaciones, creo que en sus momentos de lucidez alcanzó a ver el horizonte caótico que se avecinaba en el mundo occidental. En “La Gaya Ciencia”, justamente en el tema de “El loco”, cuando señala: “Dios ha muerto, lo hemos matado nosotros” anunciando una etapa de descreimiento, alcanza a ver las consecuencias que este cataclismo tendrá para la sociedad. El loco dice: “¿Cómo pudimos vaciar el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hemos hecho después de desprender la tierra de la cadena de su sol? ¿Dónde la conducen ahora sus movimientos? ¿A dónde la llevan los nuestros? ¿Es que caemos sin cesar? ¿Vamos hacia delante, hacia atrás, hacia algún lado, erramos en todas direcciones? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿Flotamos en una nada infinita? ¿Nos persigue el vacío con su aliento? ¿No sentimos frío? ¿No veis el continuo acercarse de la noche cada vez más cerrada?”

Creo que el escritor, en un momento de suprema lucidez, nos introduce en la realidad caótica en que vivimos, en que, habiendo perdido el punto de referencia eterno, completamente desorientados, no sabemos muy bien hacia donde nos dirigimos y nos movemos al azar buscando no sabemos qué. Caímos en el nihilismo, eso que el mismo Nietzsche definía como el proceso en el que “los valores supremos pierden su valor... falta la meta, falta la respuesta a la pregunta ¿por qué?”

Tal vez no entendimos bien a Gabriel Marcel, cuando luego del estallido de la primera bomba atómica dijo: “El hombre comienza a vivir a la intemperie”. Tal vez fue más que una referencia a los efectos de la nueva tecnología y estaba señalando ese estado de confusión en que comenzaba a debatirse la sociedad.

Intentamos vivir el instante. Predicamos la muerte de las ideologías, lo que significa desprendernos del pasado. Pero juntamente predicamos el fin de las utopías, lo que significa matar el futuro. ¿Qué nos queda? Sólo el presente, efímero, inasible, insignificante. ¿Puede, entonces, parecer extraño que ante esta visión de la vida haya quienes abracen patológicamente el “camino del placer” sin responsabilidades, y aumente el consumo de drogas, la violencia, el SIDA y tantas otras calamidades que están caracterizando nuestro presente?

Todo esto nos ha llevado a una sociedad que vive únicamente la inmediatez, que no hace planes que vayan más allá del corto plazo, que es incapaz de sentirse parte de una continuidad humana, tal como la describía Blas Pascal.

En mi último viaje a Europa volví a visitar la catedral de Colonia. Dos imponentes torres de ciento cincuenta y siete metros la flanquean. En el interior de la nave central, que tiene una altura de más de cuarenta y tres metros, podría construirse un edificio de diez pisos, sin llegar al techo.

La primera etapa de la construcción duró más de trescientos años. Quienes planificaron y colocaron los cimientos de piedra (cimientos que equivalen en volumen a otra catedral enterrada), sabían que nunca la verían terminada. Cada uno de los artistas anónimos que cinceló con exquisitez cada una de las estatuas (algunas colocadas a tal altura que es imposible apreciarlas con la visión normal) sabía que no vería el conjunto acabado. ¿Qué fuerza movilizaba la voluntad de esos hombres para llevar a cabo esta obra? ¿Cómo podían iniciar una construcción tan monumental sin la esperanza de poder verla acabada?

Jean Gimpel en su obra “Los Constructores de Catedrales” dice: “En el lapso de tres siglos, de 1050 a 1350, Francia extrajo muchos millones de toneladas de piedras para edificar ochenta catedrales... Francia acarreó más piedras en estos tres siglos que el antiguo Egipto en cualquier período de su historia, y eso que la Gran Pirámide tiene, ella sola, un volumen de dos millones y medio de metros cúbicos”

Cuando pensaba eso, cobijado bajo las nervaduras de los arcos ojivales, iluminado por el reflejo de los gigantescos vitrales, sentí una profunda emoción y pensaba en esos hombres que labraban piedras, construían arbotantes y cincelaban estatuas pensando que sus nietos o biznietos serían los continuadores. Una visión trascendente de la vida, totalmente opuesta a la que hoy tenemos.

Pienso que algo se nos ha perdido en el camino y, en una actitud reñida con la actitud posmoderna que no quiere mirar hacia atrás, creo que tenemos que volver la vista hacia el pasado.

Hay un fuego sagrado que encendía el corazón de esos hombres dándoles dimensión trascendente y movilizándolos para estas tareas ciclópeas. Ese fuego sagrado lo hemos intentado apagar en este tiempo. Occidente ha hecho un experimento al que no se atrevió ninguna cultura del pasado: Vivir sin valores absolutos, creyendo que puede edificarse una sociedad donde todo sea relativo. Esto nos ha llevado a un estado de confusión espiritual y de fragmentación social, cuyas consecuencias se hacen evidentes todos los días.

Como usted dice “arde a nuestro alrededor el escenario de la vida”. Comparto su visión: Es un espectáculo dantesco el que nos rodea, pero no tenemos que caer en el pesimismo. A veces la sociedad entra en oscuros pasadizos donde reinan tinieblas desesperanzantes. Pero avancemos. Al final puede vislumbrarse la luz y tal vez usted y yo estemos escribiendo con la secreta esperanza de que algunos puedan, a través de este diálogo, contemplar nuevamente el horizonte.

Su amigo de siempre.

S.D.
 
Carta 3             
                                              

                                                                    San Miguel, 28 de agosto del 2000.-

 
Estimado Salvador:

            Hoy he recibido su carta y quiero contestarla antes de que Ud. parta nuevamente de viaje. Sé que ahora se dirigirá hacia los Estados Unidos de Norteamérica, continuando con su prédica permanente orientadora de las personas que lo escuchan, en la búsqueda de un mundo mejor, donde el hombre tenga el derecho universal de gozar de una plena vida física y espiritual, afianzada por la fe que es la virtud moralizadora del saber              

Soy consciente de su labor y la respeto profundamente Sé que debe luchar contra la indiferencia de una sociedad, la que se ve incrementada en forma cada vez más acelerada.

En ningún sector esta situación es tan visible como en la educación. En ella es donde se viene dando, desde hace tiempo - a veces, en forma inconsciente o consciente, en otras -, el ”odio al pensamiento”.

            El prestigio y la autoridad de profesores y maestros ha desaparecido. Existe un abandono de la búsqueda del saber. La escuela se ha transformado en un agente de retención de alumnos, donde vegetan sin grandes motivaciones ni interes. Como búsqueda de cambio, se trata de innovar a cualquier precio. En esta inovación siempre se propicia más liberalismo, más participación del alumno en la búsqueda de nuevas formas pedagógicas, induciendo en ellos una idea de democracia alejada de su verdadero sentido.

            La escuela se ha transformado en un laboratorio de investigación pedagógica. ¡ Y ahí está el escándalo !. Puesto que cuanto más se dispone la escuela a escuchar al alumno, menores son los resultados que se logran en su formación moral e intelectual.

            Los jóvenes van en busca de modelos que les permitan desarrollar su personalidad. Está en el sistema educativo el proveerles de los medios para que ellos comparen y analicen las posibilidades de su futuro. Muchos jóvenes sienten que están viviendo en un mundo de engaño: reciben promesas de un futuro que no corresponden con la realidad. Es el fin de su optimismo que los vuelve vulnerables, ante situaciones de riesgo como la violencia, la droga, el alcohol.

            Vemos diariamente el desinterés del Estado y de los grupos sociales por la protección de la infancia desvalida. Estos “niños de la calle”, como se los denomina comúnmente, desarrollan su vida en un estado de desprotección y de violencia, sin educación, sin asistencia sanitaria ni social. Esta situación marcará a fuego su incierto destino, dando lugar en el futuro a profundos resentimientos hacia la sociedad que los abandonó.

            Estos niños mal alimentados y vestidos son explotados, muchas veces desde edad temprana, por adultos inescrupulosos que los llevan a realizar tareas de mendigos, vendedores ambulantes, merodeadores, etc. En ocasiones,  que se van haciendo cada vez más frecuentes, son forzados a la prostitución. En otras oportunidades, entran a formar parte del mercado negro de venta de órganos, siendo raptados y distribuidos clandestinamente por el mundo.

            En cuanto a las distintas facetas de la cultura, se observan situaciones también conflictivas: los artistas rechazan la disciplina del oficio, tienden a lo natural por ideal, creen que sólo la espontaneidad tiene un valor artístico y, por tal razón, se dedican a una improvisación acelerada. De esta manera, el arte pierde toda mesura, rechaza el tiempo de interpretación necesaria que debe existir entre el espectador y la obra, ya que se busca que su efecto sea inmediato.

            En cuanto a la obra literaria, los escritores privilegian como temas, la degradación moral y sexual.  Son iconoclastas, buscan desvalorizar a los  hombres que produjeron grandes cambios en la historia de la Humanidad. Esto da como consecuencia una nueva sensibilidad literaria, que pone a los sentidos en contra del espíritu.

            Esta situación se debe a una perversión impuesta por el pensamiento técnico. que sólo puede apreciar lo que es mensurable, y se supone que la calidad se mide en cantidad. Un libro es bueno por la cantidad de ejemplares vendidos. Es decir, que la producción cultural se halla regida por la mano invisible del mercado

            En el fin de la modernidad, el arte en todas su manifestaciones dejó de ser un vector revolucionario, y perdió su condición de pionero en los procesos de cambio.

            Usted sabe muy bien, mi querido amigo, que me niego a aceptar la denominación de “Posmodernidad” para los tiempos que estamos viviendo. Los   llamo “Fin de la Modernidad”. No se trata de un capricho, si no de la consideración de que la sociedada actual constituye la antítesis de la Modernidad. En sus comienzos, la sociedad moderna era conquistadora, creía en el futuro, en la ciencia y en la técnica; rompió con las jerarquías nobiliarias y la soberanía de lo sagrado, enalteció a las tradiciones y a la razón. Consideró a la revolución como la forma de lograr un mejoramiento de las sociedades oprimidas. (Sé, mi buen amigo, que la preeminencia de la razón y la ruptura con la fe nos han llevado muchas veces a una diferencia de opiniones, sin arribar a ninguna conformidad, y usted ya me tiene calificado como racionalista y liberal.)

            Estas características de la modernidad se van disipando en estos años en nuestras sociedades. Ellas están ávidas de diferencia, de identidad, de conservación, de tranquilidad, de realización personal inmediata. No existe fe en el futuro y se ignora el pasado, hoy sólo se desea vivir el presente, y obtener un logro inmediato. La búsqueda del hombre nuevo ha terminado. Por consiguiente se ignora su trascendencia

            No obstante, nuestras diferencia, sé que ambos, junto a esa taza de café que tantas veces nos ha convocado tenemos finalmente confianza en el destino humano. Pero es de temer que éste no sea inmediato. Todos estos sueños, todas las esperanzas que abrigamos al término nuestras reuniones, creo que se materializarán algún día. Ellas dependerán del desarrollo individual de la conciencia del hombre, de su retorno hacia las virtudes y de la comprensión de las dignidades humanas.  

            Esperando su pronta respuesta,  lo saluda su amigo
 

                                                                                     G.C.V

 
 
 
Carta 4           
 
San Miguel, 31 de agosto de 2000
 
Estimado Guillermo:

Comparto muchas de las inquietudes de su última carta, sobre todo lo referido a la educación, pero creo que el problema es que está fallando nuestra concepción del hombre.

La caída estrepitosa del muro de Berlín transformó a nuestro mundo en monopolar. Atrás quedó la dialéctica del este y el oeste, la guerra fría, el comunismo versus el capitalismo. Las antinomias, en medio de las que se desarrolló gran parte de nuestra vida, tuvieron que dar paso a una realidad mucho más dura: la entronización del capitalismo salvaje que concibe al hombre como un productor y consumidor de bienes. Una visión estrecha y equivocada de lo que es el hombre.

Esto impactó en la educación, que ha desechado la discusión filosófica y se ha tornado peligrosamente técnica: todo parece apuntar a enseñar “cómo se hace”, nunca se discute “por qué se hace”. Es que el hombre que necesita la sociedad de hoy tiene que ser un engranaje dentro de las monstruosas maquinarias económicas, que no quieren ser perturbadas con planteos o preguntas desestabilizantes. Estamos en plena idiotización de la cultura, (uso la palabra “idiota” en el sentido que le daban los griegos, cuando la aplicaban al indocto, al falto de formación). Pude comprobar en profesionales formados en renombradas universidades de los Estados Unidos la limitación intelectual a la que los someten. Son versados en su materia, pero no saben quién fue Napoleón o el caballo de Troya. Perfectos idiotas, incapaces de sentarse ante una mesa de café a hablar sobre la vida, la cultura o la marcha de la sociedad, pero que realizan a la perfección su robótica tarea técnica. Ese es el hombre ideal del capitalismo: una máquina que cumple su función de producir y consumir.

Esta visión estrecha de lo que es el ser humano ha permeado sobre toda nuestra sociedad. Hace un tiempo una famosa empresa automotriz promocionaba su creación más lujosa con el eslogan: “Usted es lo que maneja”. Esa publicidad, arquetipo de tantas otras, refleja el concepto empobrecido que tenemos del hombre, que para “ser” necesita forzosamente “tener”. Pensé que - de acuerdo a ese mensaje - Gandhi, la madre Teresa de Calcuta o, mucho más cercano, nuestro Ernesto Sábato no son nadie, porque todos sus principios éticos, sus luchas o su abnegación no les otorgan en esta sociedad de hoy más valor que el de ser como aquellos curiosos fenómenos que se exhibían en los antiguos parques de diversiones: dignos de asombro, pero no de imitación.

Se ha desvalorizado a la mujer y su función maternal, al niño, al anciano, al discapacitado. Estamos viviendo como en la sociedad pagana pre-cristiana, donde el ideal apolíneo era el único válido. Cicerón, anticipándose a algunos postulados del capitalismo, se refiere a los ancianos usando el epíteto de “superfluos”, porque consumían sin producir.

Con el advenimiento del cristianismo se cambiaron los valores: Se comenzó a respetar a la persona como tal, al hombre como “imagen de Dios”. Mientras que el mundo grecorromano exaltaba las formas exteriores y enfatizaba lo físico, subterráneamente, en las catacumbas, los cristianos, perseguidos y calumniados, comenzaron a producir un arte que, inconscientemente, resultó contestatario: Estaba más preocupado por mostrar las actitudes espirituales y exaltar los valores morales, que por la lozanía corporal.

Lentamente los dioses griegos tuvieron que abandonar los panteones para recalar en los museos. Eran únicamente un curioso testimonio del pasado. Comenzó a respetarse al anciano, se valoró al niño, se dignificó a la mujer y se atendió a la necesidad del discapacitado. Era una concepción distinta del hombre, al que se concebía como un ser trascendente, con destino eterno.

Pero ahora hemos hecho una reversión. Cuando miro nuestra sociedad de hoy, al comenzar este nuevo milenio, me parece ver a los antiguos dioses paganos volviendo a la vida. Nuevamente la mujer es presentada como un juguete de placer, el niño es abandonado desde la más tierna infancia en impersonales guarderías, el anciano depositado en inhóspitos geriátricos y el discapacitado relegado al lugar de las cosas molestas y olvidables. Es cruel decirlo, pero es la realidad que nos golpea cada día, que contradice el discurso humanista y humanitario que se pregona constantemente desde todas las tribunas, pero no se materializa nunca.

El hombre ha perdido noción de su dignidad, de sus posibilidades, de su trascendencia. El profeta Isaías, hace dos mil setecientos años, criticando el estilo de vida de sus contemporáneos dijo que podía sintetizarse en una frase: “Comamos y bebamos que mañana moriremos”. Creo que es la mejor definición de nuestro estilo de vida.

Veo al hombre de hoy como un histérico, que necesita cada día una emoción más fuerte que la del anterior, para sentirse vivo; que se arroja a los brazos de la droga para saltar sobre su triste realidad o se entrega frenético al vértigo de la velocidad para experimentar la emoción del peligro.

Todas esas desmesuras de nuestra sociedad evidencian el vacío interior, un vacío demasiado grande para ser llenado con drogas, velocidad, dinero o violencia. Un vacío infinito producido por la nostalgia de la trascendencia.

San Agustín que durante mucho tiempo sintió el vértigo de la búsqueda, dice al comenzar sus “Confesiones” (sé que usted las está leyendo con entusiasmo), dirigiéndose a Dios: “Nos criasteis para Vos, y está inquieto nuestro corazón hasta que descansa en Vos”. Veo en la angustia del hombre de hoy la inquietud de un corazón que no está satisfecho ni conforme, y que, además, presiente que los caminos que toma no llevan a buen puerto.

Y es por eso que soy optimista, que veo una luz de esperanza en el horizonte. En medio de esta caótica ebullición, el corazón del hombre está inquieto, y cuando toque el fondo de su abismo interior se verá obligado a enfrentarse con su finitud y mirará hacia arriba... Y cuando mire hacia arriba recobrará su verdadera dimensión de ser trascendente, necesitado de respuestas eternas. Se encontrará nuevamente con el Interlocutor Eterno.

Afectuosamente
Salvador
 
 
 
 
Carta 5       

                                                          

                                                           San Miguel, 4 de septiembre del 2000.-

Estimado Salvador:

            Hoy he recibido una nueva carta suya y prontamente me dispongo a contestarle. Quiero decirle, en primer término, que estoy de acuerdo en un todo con sus apreciaciones. Comparto  su concepto sobre el avance peligroso de la técnica: ella muchas veces oscurece la mente del hombre con preguntas que él se hace internamente: ¿ Por qué ? y ¿ Para qué ?. Este avance denodado, le quita al hombre la posibilidad de pensar y resolver por sí, en muchas oportunidades, los problemas que le plantea la vida.                        

En el fin de la modernidad ha muerto el optimismo científico y ha sido reemplazado por un sobredimensionamiento de la técnica que va acompañada de un vertiginoso desarrollo, de forma tal que se puede decir “que lo nuevo hoy es viejo mañana”.

            La ciencia esconde una dimensión que la lleva a la sabiduría, en la cual la verdad, el bien, la belleza y lo sagrado procuran integrar sus respuestas en un conjunto coherente y un estilo de vida. Vuelve sin temor a lo viejo, lugar donde considera que aún existe una juventud permanente. No apuesta a lo nuevo, sino a lo perdurable.

             La técnica es hija predilecta de la ciencia, se apoya en un dinamismo constante, el que se halla representado por una permanente innovación, que busca cambiar al mundo en forma veloz. Pero, resulta difícil asegurar que le otorga una dirección a ese cambio: a la técnica le interesa menos el conocimiento que su aplicación.

            La tecnología acelera ese cambio ciego: buena parte de ella está dedicada al perfeccionamiento de lo útil para volverlo rápidamente inútil. Es expansiva, se mezcla con la naturaleza y con la condición humana. Cautiva a la ciencia y finalmente la condiciona. Sus resultados son maravillosos y nadie osaría desconocer su aporte al mejoramiento humano. Pero posee un lado que preocupa: implica un constante cambio, una innovación que no se detiene, una sustitución de los objetos que caducan sin haber envejecido. En su acelerado proceso tiende a liberarse de las metas humanas. Elabora utensilios y los lleva a la práctica, lo que muchas veces produce cambios profundos, aun no resueltos por la mente humana ni por el sistema de valores que hasta el momento posee el hombre.

            Esta situación da como consecuencia la degradación del medio ambiente, el abandono de todo sentido humano. Ello lleva a que, en el fin de la modernidad, no existan ni ídolos, ni tabúes Ya no existe ideología política o religiosa que lleve a entusiasmar a las masas, la vida se rige por un materialismo absoluto, cuyo único fin es el de insertarse sin dificultad y rápidamente dentro de la sociedad de consumo.

            En los tiempos que nos toca vivir, el verdadero progreso humano, en lo que respecta a su evolución, se halla muy vinculado con el desarrollo de los instrumentos que emplea y con el aumento desmedido de la búsqueda permanente del bienestar físico. Se olvida que el mejoramiento y la búsqueda de la perfección del hombre está también muy vinculado con su desarrollo espiritual. Creo que cuando la vida depende sólo de los descubrimientos mecánicos y de las soluciones técnicas se condena a la sociedad al fracaso.

            Cuando sólo se busca el bienestar físico se hace vivir al hombre únicamente el presente, ignorando el ayer y sin que proyecte el mañana. Esta situación lo lleva a actitudes netamente materialistas, las que agreden su condición humana. Si bien es cierto que la comodidad, el bienestar y una vida fácil no son propicios para el desarrollo espiritual, también es cierto que lo mismo ocurre con un sufrimiento excesivo.

            Considero que el verdadero sentido de la civilización debería ser el de ayudar al hombre a mejorarse en todas sus dimensiones - tanto en el aspecto material como  espiritual -,  y no el de idear sólo la manera de reducir su esfuerzo físico. Sólo de esta manera logrará su verdadera evolución, sólo así perdurará su vida, ya que ella descansará sobre el esfuerzo combinado de todos los hombres.

Resultara imperioso, en los tiempos que vendrán, restablecer entre los hombres el culto de la dignidad humana. Esto se conseguirá mediante la acción directa sobre la juventud. Sólo cuando los hombres hayan recibido la misma educación, cuando obedezcan las mismas reglas morales y piensen con una idea universal, hallarán el entendimiento necesario para vivir en armonía.

Hoy vivimos una época en la cual la televisión llena casi todos los espacios del ocio. Legitima nombres y ensalza, derriba, asciende, arrasa y crea nuevos héroes. Los personajes que en ella se presentan son siempre los mismos: futbolistas, cantantes, modelos y algún político conocido. En las entrevistas que se les realiza, las preguntas son siempre las mismas: cómo es su vida, el éxito, el amor, el fracaso, sus divergencias con otros actores o actrices, etc.. La idea de los conductores de los programas es que la audiencia se distraiga, se relaje, olvide sus problemas y no piense.

Se busca una afinidad entre el público y la celebridad que se presenta en el programa de televisión. La celebridad se vincula con la liberación virtual de la pobreza, y con la liberación aparente de la masa de desconocidos, dentro de la cual se encuentra inserto el espectador.

La celebridad forma una senda simbólica que conecta a cada aspirante individual con una imagen universal de realización: ser alguien, cuando “ser nadie“ es la norma. Estos modelos de banalidad tan admirados por la masa, que sigue fielmente sus vidas a través de los distintos medios de comunicación, conforman modelos carentes de referencias firmes. El televidente queda de esta forma a merced de una información sin sustancia que lo acosa, pero a la que se entrega con siniestra complacencia, y termina por renunciar a toda relación personal con su entorno

Cuando hable de la acción directa que se debe ejercer sobre la juventud, ella debe estar vinculada con verdaderos modelos de identidad, es decir, un punto de referencia en el espacio humano  donde le toca vivir.

En los comienzos de la vida, los padres deberían ser el mejor modelo de identidad para su prole. Para ello deben llevar una vida coherente y firme, de tal forma que ejerzan un magnetismo sobre sus hijos. Luego, durante su adolescencia, un modelo de referencia debería ser el “maestro”. Cuando hablo de “maestro”, hago la distinción respecto al profesor, ya que éste se limita enseñar una disciplina y se queda ahí. En cambio, el “maestro” es un punto de referencia, que insinúa tras su conducta académica un estilo, una forma de vida atractiva, sugerente, repleta de sentido, que empuja a imitarlo, aún reconociendo lo negativo. El joven se detiene siempre más en lo bueno que en lo malo.  

 Antes de despedirme, quiero compartir con usted la reflexión, que la continuación transcribo: La modernidad nace impregnada de optimismo, en la que parecía que se podían recorrer todos los horizontes del dominio humano. Se elaboraban ideas y teorías las que buscaban un cambio, cuyo fin último era la construcción de un mundo mejor. Concluye con más interrogantes que certezas, en los que imperan índices de desigualdad, pobreza, hambre y violencia que no tienen parangón en la historia de la humanidad.

             Sin más, y a la espera de su pronta respuesta lo saluda, su amigo.

                                                                                              G. C. V

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 Carta 6           
 
  
Estimado Guillermo:

Como bien señala en su carta, el verdadero progreso humano está vinculado a su desarrollo espiritual. Sin embargo, en esta tecnificada sociedad, de cada vez más corto alcance intelectual y sin sentido crítico, el bombardeo de los medios ha vinculado al progreso y el valor del ser humano con las cosas materiales.

Este proceso es el resultado de una muy bien orquestada campaña de vaciamiento espiritual, que tiende a disminuir la capacidad de reacción y bajar las defensas frente a las agresiones constantes de los grandes intereses de corporaciones internacionales, que son hoy las que gobiernan al mundo.

Predican con celo religioso una estrecha visión del hombre como simple productor y consumidor de bienes, y hasta en el campo intelectual tiene sus proféticos defensores. Francis Fukuyama vaticina el fin de la historia diciendo que “mientras las anteriores formas de gobierno se caracterizaron por graves defectos e irracionalidades que condujeron a su posible colapso, la democracia liberal estaba libre de esas contradicciones internas fundamentales”. Los marxistas en el pasado profetizaron el paraíso, pero Fukuyama va más allá en su desborde de soberbia y nos anuncia, desde el capitalismo, que lo hemos encontrado.

Los medios de difusión ocupan un lugar prominente en este vaciamiento. Creo que hemos minimizado su acción y no les prestamos la debida atención. Marshall McLuhan, en 1965, advertía: “Arquímedes dijo en una ocasión: “Dadme un punto de apoyo y moveré la tierra”. Hoy, refiriéndose a los medios de comunicación, este sabio hubiera dicho: “Me apoyaré en vuestros ojos, vuestros oídos, vuestros nervios y vuestro cerebro y moveré el mundo de la forma y al ritmo que yo quiera”

En una sociedad consumista, de padres ausentes, una gran parte de la formación de las nuevas generaciones queda en manos de los medios de difusión, que deben ser cuidadosamente observados porque a través de ellos se modifican desde el vocabulario hasta las pautas de conducta.

Diariamente proponen a la juventud criterios morales y formas de acción: la sexualidad descontrolada se presenta como la apertura a una “nueva moral” de mayor excelencia, y la violencia como una opción viable para conseguir fines gratificantes.

Marcos Aguinis comenta: “... se muestra – con una elocuencia impresionante, con morbo en los detalles – de cuántas formas tan creativas se puede atacar, despedazar, reventar, asfixiar, quemar a un semejante como si se tratase de un muñeco despreciable. Por lo general la pantalla no se detiene enseguida a reflejar el dolor que el hecho provoca en la víctima, en sus familiares, en sus amigos, en sus hijos... He ahí cómo se ha abaratado al hombre y cómo se lo ha transformado en un objeto trivial, al que se puede destruir y dejar tirado sin consecuencia alguna.”

Toda esa exhibición desmesurada, engañosa por su parcialidad,   actúa como un disparador en quienes por transitar todavía la etapa formativa de la vida o no tener claros principios éticos, comienzan a considerarla como una opción posible.

Los medios son un factor determinante en el desencadenamiento de la crisis de los valores, la familia, la educación, etc. A través de ellos se ha instalado la creencia de que la irrespetuosidad, el atropello a valores y la trasgresión son nuevas “virtudes”. Esa prédica destructiva ha ido minando las reservas morales de nuestra sociedad y desvalorizando la condición humana.

Es importante recordar que, en 1951, cuando todavía la televisión no tenía la importancia que reviste en la actualidad, Víktor Frankl advertía sobre la importancia de los medios audiovisuales: “Sería de desear que los responsables de la producción de una película se dieran cuenta de que cada metro que filman influye sobre la psiquis de las masas, y cada proyección de una película, se quiera o no, es una receta de psicología para el público. Que nadie se excuse diciendo que algo como la producción cinematográfica o literaria actual son sólo síntomas, simples signos de la enfermedad de nuestro tiempo, pues está en nuestras manos el preocuparnos de que tanto el cine como los libros, la prensa y la radio, en pocas palabras, todo lo que influye en las masas, no siga siendo un síntoma, sino que se convierta en un remedio”

San Pablo comparaba la ley natural con la que rige el universo espiritual y decía: “Todo lo que el hombre siembra, eso también cosecha”. Muchos de los problemas que nos aquejan en el presente y los que acechan nuestro futuro, son la consecuencia de una siembra indiscriminada de antivalores, de un premeditado vaciamiento cultural y espiritual..

Hemos pasado de ser una cultura de la siembra y el cultivo de valores, a ser una civilización depredadora, que destruye indiscriminada e irracionalmente lo que costó siglos cultivar. No nos percatamos de las consecuencias que esto puede acarrearnos en el futuro porque, como usted bien señala, se trata de vivir solamente el hoy.

Estamos ante un hombre que no es conciente de su trascendencia ni de su finitud. Y esto es dramático porque, sin saber quién es ni para qué está en el mundo, camina ciego hacia el abismo de la muerte.

Sin embargo, estimado Guillermo, no soy pesimista. Y quiero recordarle las palabras de Pablo Sabatier en su biografía de Francisco de Asís: “La tradición que muestra a San Francisco sosteniendo las columnas de la iglesia que amenazan derrumbarse corresponden a la realidad histórica.”. En medio de una sociedad caótica que amenazaba derrumbarse golpeada por el materialismo y las herejías, fue la débil y humana figura de un hombre simple la que golpeó con fuerza sobre la sociedad y la hizo reaccionar.

Giovanni Papini señala la clave de este impacto: La revolución de Francisco de Asís no fue una revolución como las demás, no vino anunciada por manifiestos ni acompañada de batallas dialécticas. Su revolución - auténtica y radical revolución - consistió en volver a copiar algunos versículos del Evangelio y en seguir al pie de la letra, sin restricciones, sus preceptos. La maravillosa novedad de San Francisco fue el querer vivir doce siglos más tarde como uno de los discípulos de Cristo.

Creo en esa revolución, sin sangre ni violencia; la revolución del hombre que, con profunda convicción de fe, vuelva a los principios espirituales que cimentaron occidente y viva con intensidad su compromiso. Creo que ese ejemplo, que parece minúsculo y aislado, como el de Francisco de Asís, puede ser dinamizado por Dios para dar un vuelco positivo a esta sociedad. Porque tengo fe, sigo teniendo esperanza.

Con afecto.
Salvador
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Carta 7             
 

                                                    San Miguel, 9 de septiembre del 2000.-

 
Estimado Salvador:

            Hoy he recibido una nueva carta suya y quisiera tomar un párrafo de la misma para continuar nuestro intercambio de ideas sobre esta existencia tan convulsionada que nos toca vivir. Usted sostiene  que estamos ante un hombre que no es consciente de su trascendencia ni de su finitud. Y esto es dramático porque, sin saber quién es ni para qué está en el mundo, camina ciego hacia el abismo de la muerte. 

            El hombre tiene una idea clara acerca del nacimiento, y presenta siempre regocijo. Pero con respecto a la muerte, que marca el fin de sus días sobre la tierra, trata de ignorar su existencia. Heidegger expresaba  “Los mortales apenas conocen y saben lo que tienen de mortal...Los mortales no han llegado a tomar posesión de su esencia. La muerte se elude hacia lo enigmático, el misterio del dolor sigue encubierto, no se aprende el amor. Más los mortales son mientras sea el lenguaje, aún mora el cántico sobre su tierra indigente” .

            En el concepto de Heidegger, el hombre es un ser hacia la muerte. Asumir la realidad de la muerte es cruzar el umbral que separa la existencia inauténtica de la existencia auténtica. En términos del filósofo griego Heráclito, pasar de vivir dormido a vivir despierto, es decir, reconocer en esencia la necesidad de asumir la finitud de la vida.

            La vida es una unidad continua. Los momentos, tanto  los que se refieren a la felicidad, alegría, como los que se relacionan con la tristeza, dolor, angustia, dependen de cada uno de los seres que experimentan esas situaciones, en forma individual. No tienen comparación con las mismas sensaciones que podrían sentir quienes rodean a este hombre que se encuentra pasando esos momentos. José Ortega y Gasset, en su libro “ En torno a Galileo”, dice: “ nuestra vida es de cada cual, es lo que cada cual tiene que hacer por sí, es el dolor que yo tengo de aguantar por mi propia cuenta y que nadie, rigurosamente hablando puede compartir.”

            Me atrevería a definir a la felicidad como un estado de exaltación de la vida, pero, lamentablemente, muchas veces se confunde a este estado con situaciones que se creen fundamentales para lograr su alcance. Así por ejemplo, se cree que la felicidad está estrechamente vinculada con la posesión de bienes o con el éxito social, olvidando que ellos, de por sí, no dan la felicidad plena a los hombres, y ni siquiera a un mismo individuo en distintos momentos de su vida. Al respecto George Simmel decía “ Sólo en las más altas cumbres de la felicidad, nunca en las del placer, sentimos algo así como una gracia... más la felicidad - en el sentido que todavía no ha sido desfigurada por nuestra anarquía lingüística - nos viene como lluvia o los rayos del sol”. Me atrevería a arriesgar una conclusión respecto a la idea de George Simmel, expresando que, tanto la desdicha como la felicidad son momentos de gran plenitud pero, a su vez, muy diferenciados de la vida.  

            El último producto de la vida es la muerte, y ésta no  proviene de afuera, sino que surge de la vida misma. Con la muerte, la vida inmoviliza sus contenidos y éstos quedan grabados. Cuando se considera a la muerte desvinculada de la vida se cae en un grave error, porque la vida es ya muerte. En cada instante nacemos y en cada instante morimos: se trata de unidades indisolublemente unidas entre sí...

            La falta de autenticidad de nuestro siglo consiste con ignorar la presencia de la muerte, erigiéndola como un tabú, desacralizando de esta forma a la vida misma. La muerte nos sorprende en plena etapa de nuestra vida, sin haber alcanzado posesión de ella.

            Cuando el hombre se niega a hablar de la muerte y a pensar en ella, pierde la idea de la trascendencia, Vattimo denomina a este pensamiento, pensamiento débil, es decir, una búsqueda hacia la vida liviana y superficial. Una vida que vive a espaldas de la muerte pierde densidad y, sobre todo,niega una de las dimensiones esenciales de la vida humana.

            Creo que, cuando el hombre se pregunta ¿ Quién soy ? y ¿ Qué sentido tiene la vida ?, las respuestas a estas preguntas lo llevan hacia un materialismo que lo enceguese y que no le permite encontrarse con él mismo. Esta situación, producto de su propio desconocimiento, se alienta y fortalece por la acción de los medios de comunicación social, que indican la necesidad de restarle importancia a la esencia de la vida, ( sólo vale la diversión, vivir el presente y olvidar todo lo demás).

Es tal la cantidad de noticias que llegan al hombre a través de los medios que esto da lugar a una información no formativa, va provocando una indiferencia, por los problemas humanos. Ello se debe a la saturación que producen. La noticia pasa a ser un medio de vida para los periodistas y tratan de explotarla al máximo. Vivimos una época en la que impera gran confusión, en la cual los conceptos más importantes tienden a ser falsificados y presentados como verdaderos, y esta situación se apoya siempre en el exceso y versatilidad de la información.

        Creo, mi estimado amigo que en los difíciles tiempos en que nos toca vivir, se han desvirtuado los sentimientos más importantes, como son el amor, la libertad, la sexualidad, la muerte.....Se ha perdido el interés por sacarle el máximo partido a la vida. Todo lo bueno, grande y positivo que lleva dentro de ella nos da la verdadera felicidad, que sigue siendo la meta del hombre. Para ello es necesario que el corazón esté siempre ardiendo, mientras que el cerebro debe estar constantemente lúcido, sereno, abierto de par en par hacia todo lo valioso que sale a su encuentro, para poder así concretar un verdadero proyecto de vida.

            El hombre del fin de la modernidad posee el grave problema de no saber a qué atenerse, y de no poseer criterios firmes de conducta; tanto en lo que respecta a los aspectos humanos, como a los espirituales. La ética que lo rodea está tejida con hilos de hedonismo y permisividad, que lo hacen sentir de alguna forma a gusto. Pero este comportamiento sin referente lo va transformando en un objeto que vive sólo el presente, olvidando el verdadero sentido de la vida, es decir, su trascendencia.  

            Si vivir la vida con un verdadero sentido es un arte, la muerte es su conclusión. Dentro del estilo de vida vivido por el hombre, puede éste quedar como ser trascendente o como la nada, algo perdido en el tiempo. La muerte llegará inexorablemente y, aunque nos neguemos a pensar en ella, es una realidad imborrable, que se aproxima inflexiblemente con el paso del tiempo. La mayoría de los seres humanos viven a espaldas de ella, sólo se dan cuenta de su existencia cuando se produce la muerte anunciada o inesperada de alguien cercano. Pero luego, nuevamente le dan la espalda, ignorando su existencia.

            En sus “Pensamientos”, Blas Pascal decía: “Por muy bella que haya venido siendo la comedia, el último acto siempre será sangriento”. El carácter cierto y terminante de la muerte hace que en algún momento de nuestras vidas nos detengamos a reflexionar sobre su permanente proximidad, La vida tiene un sentido vectorial limitado, ese sentido siempre va dirigido hacia su fin.

            Estimado amigo, he querido hacerle llegar mis reflexiones sobre uno de los problemas sobre el cual, si el hombre se detuviera a pensar sólo un instante evitaría cometer las atrocidades que son tan comunes en este fin de la modernidad. Sin más y a la espera de su respuesta, que nos permitirá continuar con este diálogo escrito con el que tratamos de buscar respuesta a esta vida sin sentido que nos rodea y que nos golpea día a día, se despide su amigo.

                                                                                           G.C. V.  

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Carta 8             
      
San Miguel, 14 de septiembre de 2000
 
Estimado Guillermo:

Su última carta sobre la muerte toca el tema central de la problemática del hombre de todos los tiempos, es el gran enigma al que nos vemos enfrentados contra nuestra voluntad. Cómo decía Heráclito de Éfeso, estamos inmersos en el río del tiempo y nosotros, que manejamos con tanta habilidad la dimensión del espacio, nos vemos sometidos a la tiranía del desgaste del tiempo. Nacemos para envejecer y morir, y esa es toda nuestra historia.

El dilema que plantea la muerte es el del sentido de la vida. ¿Para qué estamos en el mundo? ¿Qué sentido tiene la existencia? Tengo siempre presente el poema Lo Fatal de nicaragüense Rubén Darío:

 

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,

Y más la piedra dura, porque ésta ya no siente,

pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,

ni mayor pesadumbre que la vida conciente.

 

Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto

y el temor de haber sido un futuro terror...

y el espanto seguro de estar mañana muerto,

y sufrir por la vida y por la sombra y por

 

lo que no conocemos y apenas sospechamos

y la carne que tienta con sus frescos racimos,

y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,

y no saber adónde vamos,

ni de dónde venimos...!

 

Darío logró, con singular maestría, expresar con belleza su angustia existencial, mostrar el vacío interior de un hombre que ha buscado el sentido de la existencia y opta por una resignada desesperación. Pero no siempre el problema de la existencia y la muerte se encaró de esta manera. El hombre medieval tenía una visión diferente de la muerte: formaba parte de su existencia, era el paso que lo llevaba a la vida eterna. Su concepción de la vida era distinta a la nuestra.

La modernidad entronizó el razonamiento y fue desligándose paulatinamente de la fe. Los revolucionarios franceses convirtieron a la catedral de Notre Dame en un almacén, fundieron las campanas para hacer cañones y erigieron en el crucero un palco de cinco metros de altura donde colocaron los bustos de Voltaire, Rousseau, Franklin y Montesquieu con la inscripción “A la Filosofía”. El 10 de noviembre de 1793 entronizaron a una vieja cantante de la Opera vestida de blanco, con un gorro frigio en la cabeza a la que rindieron culto como la Diosa Razón con oraciones e incienso.

Entendemos que se rebelaban contra el absolutismo religioso, con el exceso común a todos los revolucionarios. Pero estaban marcando un rumbo que seguiría después Compte cuando quiso instaurar la “religión positivista”, intentando crear un mundo sin Dios y sin valores absolutos.

Pero con la razón solamente el hombre no tiene una respuesta trascendente y la angustia de la existencia se fue agudizando a medida que pasaba el tiempo. Como usted bien señala, se prefiere ignorar la muerte, exorcizarla con el silencio, desterrarla del pensamiento. Sin embargo sigue siendo lo único seguro que nos sucederá en nuestra vida.

Sin embargo, Ernesto Sábato, en los tiempos en que todavía se declaraba agnóstico, dejó plasmada en Sobre Héroes y Tumbas una reflexión magistral sobre la muerte. Dice: “... en el instante mismo en que alguien muere se transforma bruscamente en alguien distinto, tan distinto como para que podamos decir “no parece la misma persona”, no obstante tener los mismos huesos y la misma materia que un segundo antes, un segundo antes de ese misterioso momento en que el alma se retira del cuerpo y en que éste queda tan muerto como una casa cuando se retiran para siempre los seres que la habitan y, sobre todo, que sufrieron y se amaron en ella.”

Este misterio lo intuía Gustavo Adolfo Bécquer cuando escribía aquello de “¡Dios mío qué solos se quedan los muertos!”, misterio que indica que hay una realidad más allá de la corporal, que no es posible que todo lo que somos se diluya en la nada en un momento. ¿Qué sentido tendría entonces la vida? ¿Cómo podemos dilucidar el misterio que se oculta detrás de los velos de la muerte?

No ha sido ni es la razón el camino para dilucidar tan grande misterio, sino la fe. La fe que no es contraria a la razón, que no es irracional ni antirracional, sino suprarracional, dándole al hombre las respuestas que no se pueden alcanzar por el camino del racionalismo o el empirismo.

El gran salto del mundo antiguo se da cuando colisionan Atenas y Jerusalén, la razón y la fe. De la unión de ambas surge nuestra civilización occidental; y de mantener el delicado equilibrio entre fe y razón ha dependido la salud del mundo occidental.

Jean Paúl Sartre se volcó decididamente por la razón. Cuando llegó a la madurez – tenía cincuenta y nueve años – escribió en Las Palabras: “... el ateismo es una empresa cruel y de largo aliento: creo que la he llevado hasta el fondo.... desde hace unos diez años soy un hombre que se despierta, curado de una amarga y dulce locura y que no puede darse cuenta ni puede recordar sin reírse sus antiguos errores y que ya no sabe qué hacer con su vida”

Una confesión que tiene que valorarse por su sinceridad, pero debe verse a la luz de un episodio que relata sobre su niñez, cuando intenta una primaria relación con Dios y, como era de prever, se frustra. Recordando aquel momento dice: “Hoy, cuando me hablan de Él, digo con la diversión sin pena de un viejo enamorado que se encuentra con su vieja enamorada: “Hace cincuenta años, sin ese mal entendido, sin esa equivocación, sin el accidente que nos separó, podría haber habido algo entre nosotros”

Sartre era sincero, y mostró su corazón con nostalgias de eternidad, de respuestas que vayan más allá de esta vida. ¡Que lástima que no solucionó a tiempo el mal entendido!

Mi estimado Guillermo, a medida que nos acercamos a la meta final se van perfilando actitudes: unos tratan de ignorar que se acerca el fin, otros gritan su desesperación, algunos se acorazan en el fatalismo pesimista. Habiendo pasado ya la cincuentena, conciente de mi finitud, a todos estos caminos preferí otro, el de la Esperanza (así, con mayúscula). Entre Dios y yo no hay malos entendidos ni desencuentros. Miro hacia delante con una gran esperanza: Alguien me está esperando más allá de los límites de la vida. Esa presencia que se percibe por medio de la fe es la que da sentido a mi presente y me vigoriza para seguir adelante en la lucha.

La muerte es el gran dilema del hombre, puede envenenarle la vida. Solo tiene un antídoto: la esperanza trascendente.

Con afecto
 
Salvador
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
                                              
Carta 9             
 

                                                  San Miguel, 16 de septiembre del 2000.

 
Estimado Salvador:

                             Hoy he recibido una nueva carta suya, en la que me hace referencia al tema de la muerte que toqué en mi carta anterior. En esta oportunidad quisiera tratar con usted un tema que se halla vinculado con la esencia de los males que hoy día nos rodean, y es el odio al pensamiento. Este  se ha instalado en la sociedad en el fin de la modernidad. Me atrevería  hacer una generalización: en nuestra época, no sólo se rehuye al pensamiento sino que se lo odia. Pensar no es hablar, no es comprender y ni siquiera conocer: representa acciones más profundas.

            Este odio al pensamiento ha provocado las grandes tragedias del siglo XX, como fueron, entre otros tanto males, los grandes holocaustos. Nuestro tiempo vive situaciones impensables, como son la perversión y la violencia. Para Benard-Henry Lévy, estas situaciones se hallan muy vinculadas con el sometimiento al capitalismo que experimenta el hombre en nuestros días. Para Levy, el capital es descarnado, universal. Su existencia presupone un mundo sin limitaciones, sin fronteras, sin marginalidades, un lenguaje universal, una unidad sobre la cual se puede extender un imperio.

            El capital experimenta mudanzas. Sin dejar de ser lo que es así  está sujeto a exageraciones, a exasperaciones, en las cuales su propia vitalidad se manifiesta en forma desmesurada. Engendra monstruos en su propio vientre, que son degeneraciones de su propio ser. A ellas Levy las llama barbaries.  Para Levy dos son las más notorias: la barbarie técnica, que considera al universo como un inmenso desierto, donde todo se equivale y reina la aflicción. En ella no existe la naturaleza ni existe Dios. Es a partir de estas negaciones que ha podido surgir la fábrica moderna, el estado moderno, la ciudad moderna. La otra barbarie es la del deseo. En ella se encuentran la violencia cruel y desenfrenada, la voluntad de la muerte, las drogas, el sexo y el racismo. El capital se hace cómplice de estas corrientes que corren bajo la superficie de la vida social de los pueblos.

            La globalización, la más moderna arma del capitalismo, lleva a imponer un pensamiento único: desconoce, margina y tiende a destruir las culturas que no se adecuen al modelo económico vigente. Es una nueva forma de colonialismo, que se introduce en el alma de los pueblos a través de los medios de comunicación. Este nuevo capitalismo desgasta el concepto de comunidad y forja la idea individualista. Esto da lugar a que en la actualidad no se busque el por qué, sino el cómo de las cosas. Vivimos en una época de desintegración de la existencia.

            La crisis del pensamiento que hoy sufrimos tiene como resultado un desequilibrio moral, asistimos al retorno del mal absoluto. Enfrentamos situaciones en que podemos retornar al caos, del cual el pensamiento sacó al hombre en un tiempo. Esto nos lleva a hundirnos en la espantosa violencia, que se acrecienta día a día.

            No obstante lo que expresé, he podido observar que en nuestros días se está produciendo un renacimiento del pensar filosófico, que se observa a través de los libros que están publicando y que buscan llenar la vida. Por ahora sólo lo veo como una aspiración en ese sentido, una búsqueda de nuevas ideas que proporcionen a nuestra época su propia morada intelectual.

            Pero, para que ello sea posible, el hombre debe buscar su libertad. Usted sabe, mi querido amigo, que considero que ella es fundamental para la realización del hombre con plenitud. Etienne La Boetie el amigo que Montaigne nunca pudo olvidar, muerto a los treinta y tres años escribió cuando sólo tenía dieciocho su “Discurso sobre la Servidumbre Voluntaria”. En esa breve, pero singular obra, La Boetie se preguntaba por qué millares y hasta millones de hombres se sometían a uno solo, que ni siquiera era un Hércules o un Aristóteles, y soportaban su dominación. Y encontró que el singular fenómeno se debía a que existe en el hombre una necesidad de sumisión “Los propios pueblos - escribía La Boetie - se dejan, o mejor se hacen devorar, ya que con negarse a servir estarían a salvo. El pueblo se sujeta a la servidumbre, se corta el cuello y pudiendo elegir entre ser siervo y ser libre, abandona su independencia y toma el yugo, consciente de su propio mal, o mas bien lo busca” .

            La Boetie fue el primero en reconocer que los hombres producen su sumisión y dio así, una explicación que muestra cómo se produce el aspecto fundamental del poder. Este surge con el hombre. Nada le es anterior. No desciende de las alturas. Viene desde abajo, desde la periferia.

            La libertad es el testimonio más brillante de la dignidad humana y la palanca más poderosa de todo progreso. La libertad confiere al hombre el dominio de sí mismo; él es verdaderamente libre cuando, exento de los impulsos parciales que lo arrastrarían y harían perder su equilibrio, sabe dominarse, y se deja guiar en sus acciones por el principio único del bien. Entonces adquiere la determinación propia, la autonomía de sus actos.

            Existe en nuestra época un cisma entre lo espiritual y lo temporal. La religión ha pasado a ser entre nosotros un fenómeno minoritario: el modernismo capitalista lleva implícito el racionalismo y termina por eliminar toda forma de espiritualidad No sólo padece una desespiritualización del mundo, sino también una desencarnación de las instituciones religiosas. Creo que ellas han salido de la vida real, que han abandonado al mundo a sus dificultades prácticas y se han refugiado en una torre de marfil. Aquí radican sus mayores responsabilidades respecto a la crisis actual: han continuado predicando, pero lejos del lugar publico donde se desarrolla la vida de los hombres.   

            El cristianismo es la religión de la encarnación y, en gran medida, se ha olvidado. El mundo debió enfrentar problemas temibles, como la revolución industrial, el desarrollo acelerado de la ciencia y de la técnica, el enorme desarrollo de las necesidades económicas, la constitución de grandes masas y muchos otros factores más que tuvieron repercusiones trágicas. Fue necesario improvisar medidas, tratar de conjurar el mal peor. Se cometieron errores, si bien es cierto, también es cierto que gran cantidad de hombres de buena voluntad trataron de hacer algo, hicieron trabajos despreciados y dieron el ejemplo de su consagración al servicio del mundo. Las instituciones religiosas siempre estuvieron prácticamente ausentes de todo ese esfuerzo político, social, económico y cultural. Se desinteresaron del mundo, dejándolo presa de sus propios problemas, y se refugiaron en el ámbito espiritual, que si bien tiene su gran importancia, debe ser el ámbito donde se busquen las soluciones prácticas para organizar la sociedad.

            Para finalizar estimado amigo, quisiera dejar flotando esta reflexión: Es necesario que cambie algo verdaderamente en el mundo y esto sólo puede provenir de los hombres, quienes bajo la inspiración de la gracia divina podrán trocar. los que a su vez deben trocar también. Resulta importante tener presente que, cuando un hombre modifica su actitud por efecto de la gracia, no cambia simplemente su estado de animo, sino la totalidad de su comportamiento. Se encuentra de golpe libre de viejas costumbres de las que era prisionero, de rencores y remordimientos, e incapaz de cometer las injusticias que en otro momento cometió.

            Sin más lo saluda a usted.

                                                                           G.C.V.  

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

                                                

Carta 10             

                                                     

San Miguel, Septiembre de 2000
 
 

Estimado amigo Guillermo:

Nos han tocado para vivir tiempos turbulentos. El barco sin rumbo de una sociedad neurotizada navega en medio de la borrasca sin saber cual es el destino que pretende alcanzar. Estamos en el vértigo del cambio superficial, de los planteos insustanciales y de la tiranía de la frivolidad. Es el resultado de ese odio al pensamiento, al que usted hace referencia, que genera esta tecnificada barbarie actual.

A los intereses de todos los imperialismos siempre les convino una sociedad alienada en la frivolidad porque la convierte en una blanda masa a la que pueden moldear a su antojo. El hombre pensante y libre no es dócil, y por lo tanto, se transforma en peligroso para los autoritarismos. Y el capitalismo es una forma sutil y refinada de autoritarismo, que idiotiza a nuestra sociedad a través de los medios globalizados tratando de unificar gustos y criterios.

Estamos entrando en la sociedad que profetizara Aldous Huxley en Un Mundo Feliz, donde pretendían que la felicidad fuera el resultado de una píldora sedativa, y se negaban a admitir la necesidad del dolor como parte de la experiencia humana. Ignoraban, como queremos ignorar hoy, que la alta complejidad del ser humano no se agota con una visión mecanicista; que las necesidades humanas van más allá del confort material y la diversión frívola.

Esta alienación en la que vive gran parte de nuestra sociedad ha generado una dañina ilusión de libertad. Individuos esclavos de sus vicios y pasiones los exhiben como si fueran virtudes progresistas: El esclavo de jacta de la cadena que lo aprisiona. Se ha rebajado el sentido de la libertad haciendo creer que libre es quien hace lo que quiere, cuando en realidad el hombre verdaderamente libre es dueño de si mismo y usa la libertad para hacer lo que debe.

Pero tal vez lo más peligroso es que se está destruyendo el sentido crítico y los individuos se van transfomando en ovejas de un inmenso rebaño globalizado al que manejan a través de reflejos condicionados, con los estímulos que producen los medios de comunicación.

“Yo sé quién soy” – dice el Quijote al comenzar sus andanzas, y Miguel de Unamuno al comentarla dice: “Don Quijote discurría con la voluntad, y el decir “¡yo sé quien soy!”, no dijo sino “¡yo sé quien quiero ser!”. Y es el quisio de la vida humana toda: saber el hombre lo que quiere ser” Pienso que en esta hora crítica se ha perdido la visión de lo humano, los hombres no pueden afirmar como Quijote “¡Yo sé quien soy!” y por lo tanto les resulta imposible usar de su libertad para lanzar la flecha de su vida hacia un blanco seguro. 

Todo el problema reside, en síntesis, en ese cisma entre lo temporal y lo eterno. Somos seres efímeros, y lo sabemos, pero nuestro corazón tiene ansias de eternidad. Somos un cuerpo que se desgasta con el tiempo, pero también somos un alma y un espíritu que sabe que puede ir contra la corriente de la materia. San Pablo decía, observando el efecto del tiempo: “Aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día.” Su experiencia espiritual de fe había logrado darle un cambio radical a su vida, ese cambio del que usted, Guillermo, habla al final de su carta cuando dice: “... cuando un hombre modifica su actitud por efecto de la gracia, no cambia simplemente su estado de ánimo, sino la totalidad de su comportamiento”

¿Cómo superar ese cisma entre lo temporal y lo eterno? Tenemos – y vuelvo a coincidir con usted – que volver a las raíces misma del cristianismo, que será volver a hacer entrar la eternidad en nuestra temporalidad, volver a encontrar a Dios como el interlocutor válido de nuestra existencia.

Es verdad que este retorno masivo hoy parece improbable, que el materialismo se ha infiltrado tan profundamente que terminó por obstruir los poros de la sensibilidad espiritual y ha impermeabilizado al hombre frente a la eternidad. En la crísis de la modernidad se pretende que Dios sea el gran ausente, pero esa ausencia a la que lo han forzado se ha vuelto en contra del hombre, porque lo ha vaciado de esperanza y colmado de angustia.

Sin embargo, podemos dar un mensaje esperanzado mirando hacia el futuro. Ortega y Gasset dice: “En la órbita de la Tierra hay perihelio y afelio: un tiempo de máxima aproximación al Sol y un tiempo de máximo alejamiento. Un espectador astral que viese a la Tierra en el momento en que huye del Sol pensaría que el planeta no había de volver nunca junto a él, sino que cada día, eviternamente, se alejaría más. Pero si espera un poco, verá que la Tierra, imponiendo una suave inflexión a su vuelo, encorva su ruta,volviendo pronto junto al Sol, como la paloma al palomar y el boomerang a la mano que lo lanzó. Algo parecido acontece en la orbita de la historia con la mente respecto a Dios. Hay épocas de odium Dei, de gran fuga de lo divino, en que esa enorme montaña de Dios llega casi a desaparecer del horizonte. Pero al cabo vienen sazones en que súbitamente, con la gracia intacta de una costa virgen, emerge a sotavento el acantilado de la divinidad. La hora de ahora es de este linaje y procede a gritar desde la cofa: ¡Dios la vista!”

Creo que estamos dando algunos pasos que podrían calificarse como tibiamente alentadores. Comenzó en los últimos años del siglo XX una búsqueda rudimentaria de realidades que fueran más allá de lo racional. Es verdad que renació mucho del pensamiento mágico más primitivo, pero el hombre racional de principios de siglo comenzó a admitir en las postrimerías la necesidad de una realidad que fuera suprarracional. Confío en que está búsqueda – todavía en medio de oscuridad – vaya llevando a muchos hacia una fe genuina y trascendente.

Para que esto suceda se tendrá que vencer esa necia actitud “posmoderna” de querer ignorar el pasado. Tendremos que mirar hacia atrás, y vuelvo a citar a Unamuno: “Es la visión del pasado lo que nos empuja a la conquista del porvenir; con maderas del recuerdo armamos las esperanzas”. Cuando nos animemos a revisar el pasado, veremos que en el comienzo de nuestra cultura, uniendo la herencia hebrea con la griega, conjugando esos dos mundos opuestos, se encuentra el Maestro de Galilea. En sus enseñanzas y en el camino que El trazara se encuentra la salida para este confuso presente.

Leopoldo Marechal decía en el final de su vida: “Yo confieso que solo estoy comprometido con el Evangelio de Jesucristo, cuya aplicación resolvería por otra parte, todos los problemas económicos y sociales, físicos y metafísicos que hoy padecen los hombres” Adhiero al compromiso del poeta y persisto, obstinado, en la esperanza.

Con el afecto de siempre.
Salvador
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
CIERRE
 

“Tengo un sueño” decía Martin Luther King en su famoso discurso, con la rebeldía de quien teniendo conculcados sus derechos sentía que no debía resignarse y se entregaba a la maravillosa tarea de soñar. Todos los hombres tenemos el derecho y el deber de soñar, y no podemos renunciar a ese privilegio ni eludir esa responsabilidad.

Cuando en este tiempo de confusión, con gran escasez de referentes válidos y una desmesurada oferta de sinrazones, proclaman la muerte de las utopías, están intentando destruir en los hombres sus sueños, porque ¿qué son las utopías sino sueños, desbordes de la imaginación que concibe mundos ideales?

El materialismo del mundo capitalista y globalizado le teme a los soñadores, a los gestores de utopías, porque sabe que son los únicos que pueden minar sus bases y precipitar su caída. Por lo tanto, es imperioso que soñemos, porque si nos negamos a hacerlo estamos eligiendo la decadencia, la frivolidad y la estupidez.

Son los soñadores los que gestan las verdaderas revoluciones, que nada tienen que ver con la violencia y la pólvora, pero sí con renovadas visiones de la realidad.

Soñó el Quijote con mundos ideales y Sancho lo siguió movido por la codicia, pero cuando Quijote abandonó su locura y renunció a sus sueños, Sancho lloró y rogó porque volviera a sus andanzas para cambiar el mundo. Ese sanchesco llanto muestra que los sueños quijotescos son en realidad los que mueven el mundo, y cuando los hombres dejan de soñar se condenan a la mediocridad.

Erich Fromm dice que el verdadero carácter revolucionario no debe ser confundido ni con la rebeldía, ni con el fanatismo y lo define a través de un cuento de Andersen El nuevo traje del emperador donde el cuentista danés narra la historia de un rey al que dos sinvergüenzas le han confeccionado un traje que los tontos nos pueden ver. Todos entran en la alienación de admirar el traje para no pasar por tontos, hasta que un niño dice la verdad: el rey está desnudo. Fromm señala que éste es el verdadero carácter revolucionario, el que sabe ver una realidad que los demás no ven o se niegan a ver y la señala.

Pero la visión de la realidad descarnada, siendo revolucionaria, puede llegar a ser perturbadora si no va acompañada de una propuesta esperanzada para el futuro, porque el pesimismo es aplastante y estéril, pero la esperanza eleva y fructifica.

Pero tener esperanza no es sólo ser optimista. El optimismo, algunas veces, no pasa de ser una expresión de deseos y otras, una forma demagógica de la estupidez. Pero la esperanza tiene que tener raíces más profundas y propuestas más sólidas, para eso debe nutrirse de realidades visibles e invisibles, materiales y espirituales, para que sea válida y realizable.

Tenemos también que cuidarnos de evitar las falsas esperanzas, aquellas que los intereses crean con el corto plazo para mantener conforme y ocupada a la sociedad mientras la usa y saquea a su gusto. Son esperanzas a corto plazo, que actúan como sedantes pasajeros que deben constantemente renovarse y terminan por destruir las reservas morales de la persona.

La esperanza debe ser, por lo tanto, trascendente, debe ir más allá de la vida humana, debe proyectarse hacia el futuro eterno. Tenemos que tener esperanza para la vida, pero también para después de la vida, porque sólo con esas certezas que únicamente la fe puede darnos, transitaremos tranquilos nuestro camino.

Recordemos que Dante coloca en la puerta del infierno el anuncio de que quienes entren allí deben abandonar toda esperanza, porque sólo en ese lugar la esperanza pierde su sentido.

Pero la esperanza no solo proviene de la fuerza humana, hay otra dimensión en la que podemos tener esperanza. Esa dimensión de la que habla José Enrique Rodó al finalizar Ariel, cuando haciendo una atinada reflexión de fe dice: “Mientras la muchedumbre pasa, yo observo que, aunque ella no mira al cielo el cielo la mira. Sobre la masa indiferente y oscura, como tierra del surco, algo desciende de lo alto. La vibración de las estrellas se parece al movimiento de unas manos de sembrador.” 

Porque creemos en la esperanza es que llamamos a esta reflexiones “Mano a Mano con la Esperanza”. Nacieron de una compartida amistad hecha de convergencias y discrepancias, porque la amistad, para ser fructífera, no debe concebirse como una permanente coincidencia

Tenemos dos historias de vida diferentes, y dos visiones del mundo distintas, pero descubrimos desde la diferencia que nuestras miradas se tornan convergentes cuando se dirigen hacia el futuro: Ambos creemos en la vigencia de los valores, en la necesidad de una respuesta trascendente, en la comprensión del hombre como un ser espiritual y miramos con preocupación la desorientación en que se debate hoy nuestra sociedad.

Sentados frente a una taza de café que usábamos como excusa, hilvanábamos reflexiones, dudas y certezas sobre la realidad que nos ha tocado vivir. Ambos pasamos la cincuentena, y el haber entrado en la recta final de la vida nos hace sentir responsables ante quienes vienen detrás. Eso nos llevó a pensar que, volcando algunas de esas reflexiones en el papel, podríamos hacer participar de nuestras inquietudes a quienes se tomaren el trabajo de leernos.

Nos abocamos a la tarea con un creciente entusiasmo pero con un propósito común: Sólo se justificaba poner esas reflexiones por escrito si pudiéremos sembrar en nuestros poco probables lectores alguna semilla de esperanza.

Al releer las páginas precedentes nos damos cuenta de que muchas cosas han quedado en el tintero, pero no pretendimos ser exhaustivos ni profundizar en cada uno de los temas que tratamos, sólo quisimos poner por escrito esas conversaciones de dos amigos, que sin propósitos didácticos y partiendo de muchos sobreentendidos, considerábamos nuestro tiempo.

Cuando conversamos hacemos abstracción de nuestros roles en la sociedad, somos sólo dos hombres, frente a frente, con nuestro mediano bagaje de experiencia y conocimientos, que nos situamos más allá de lo académico y culturoso, para conversar con sinceridad sobre nuestras expectativas. Nunca caemos en el pesimismo, ni nos sentimos derrotados, tampoco nos enrolamos en las filas de los triunfalistas. Con ese mismo espíritu tratamos de volcarlo en estas páginas.

Al poner este compartido punto final lo hacemos con el mismo entusiasmo y esperanza que teníamos en nuestra adolescencia. Los años han pasado, pero de alguna manera el Quijote renace permanentemente en nosotros, seguimos abrigando la dulce locura de creer en un mundo mejor y sembramos con fe esperanzada nuestra semilla.

 
 
Guillemo Cesar Vadillo
Salvador Dellutri
 
 
 
 
 
 


Marshall McLuhan, Los medios de comunicación, 1965

Aguinis-Laguna, Nuevos diálogos, 1998

Viktor E. Frankl, La Psicoterapia al alcance de todos, 1995

 
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