Profesor Guillermo Cesar Vadillo
  Dialogos con esperanza
 
DIALOGOS CON 

ESPERANZA

Salvador Dellutri 

Guillermo Vadillo






Introducción


Esta crisis no es la crisis del sistema capitalista como algunos imaginan: es la crisis de toda una concepción del mundo y de la vida.


Ernesto Sábato


Nos ha tocado vivir en un tiempo vertiginoso, cambiante, contradictorio, saturado de tensiones y siempre al borde del estallido. Un tiempo en el cual la reflexión se ha convertido en una práctica arcaica. El vértigo de la vida posmoderna impide la calma necesaria para pensar. Los hombres se han desacostumbrado a la reflexión. Los poderosos intereses que gobiernan al mundo desacreditan el pensamiento, temerosos de los efectos que producen los hombres libres cuando se atreven a pensar.

Situados en el privilegiado escenario de un mundo conflictivo pero apasionante, ubicados geográficamente en el epicentro del terremoto, acuciados por una creciente confusión frente a un horizonte oscurecido por la incertidumbre y urgidos por los crecientes interrogantes que se abren diariamente en nuestra sociedad, volvemos a encontrarnos para pensar nuestra realidad, retomando un diálogo iniciado en nuestro anterior epistolario, Mano a Mano con la Esperanza. El libro que usted tiene entre sus manos intenta reflejar nuestras desordenadas conversaciones concebidas de coincidencias y discrepancias, pero nutridas siempre por el deseo de desentrañar las claves de la crisis que nos rodea.

Los temas que impuestos por la realidad fueron dando variedad a estas páginas, donde transitamos por los conflictos ambientales, el fracaso del racionalismo y la modernidad, los problemas emergentes del neo liberalismo, la globalización, el choque de culturas, la desacralización de la vida... un manojo heterogéneo de reflexiones que intentan abrir un camino de esperanza sin caer en facilismos, pero evitando el pesimismo destructivo. No pudimos eludir las referencias a los problemas nacionales y latinoamericanos porque, a pesar de la búsqueda de verdades universales, el pensamiento está siempre ligado a un tiempo y a un espacio determinados.

En esta época de mediocridad donde parece que la humanidad ha perdido la capacidad de soñar, forjar utopías y esforzarse por alcanzarlas, queremos poner nuestra cuota de esperanza porque creemos que, finalmente, sobre este horizonte de frivolidad se alzará el sol que alumbrará nuevos ideales.

Sólo se justifica retomar la pluma y fijar el pensamiento en un libro si se va a hacer un aporte esperanzado. Demasiado ha sufrido el mundo occidental, bombardeado por los profetas del pesimismo y la derrota que llenaron de oscuridad el alma de una generación. No queremos sumarnos al coro de la desesperación. Tampoco es honesto caer en el facilismo de forjar fantasías que intentan mitigar la angustia, pero terminan desembocando en la frustración. La esperanza genuina clava sus raíces en la verdad, observa la realidad con lucidez y señala nuevos rumbos para salir de las crisis.

Esperamos que sea enriquecido con estos Diálogos esperanzados y que se sienta parte de este intercambio, una humilde una invitación a la reflexión y a la esperanza. Confiamos en que esta minúscula semilla pueda sea un aporte a la búsqueda de un futuro mejor para las jóvenes generaciones.


G.C.V. y S.D.



Primera carta

Estimado Salvador:

Lo invito retomar el intercambio epistolar que iniciamos en nuestro libro Mano a mano con la esperanza con el propósito de analizar los difíciles momentos que atraviesa la humanidad e intentar encontrar una salida esperanzada y real para la crisis que nos envuelve.

Quisiera comenzar con un comentario que introduce Enrique Rojas en su libro El hombre light: Una vida sin valores. En esta obra, el autor nos entrega una descripción del hombre de este tiempo, definiéndolo como un ser «sin sustancia, sin contenido, entregado al dinero, al poder, al éxito, y al gozo ilimitado sin restricciones».

Este hombre se halla encerrado en una prisión imaginaria, aglutinándose con sus semejantes, unido a sus pares únicamente por la falta de espiritualidad, sentimientos e identidad. Esta situación lo lleva a la pérdida de su libertad personal y de su dignidad interior. Sin temor a equivocarme, podría resumir esta idea diciendo que el hombre ha extraviado la verdadera existencia de su ser: Se ha transformado en un simple muñeco sobre el que dispara el capital, sin tomarse el trabajo de pensar sobre el destino de la condición humana.

La desventura de la humanidad se agudiza en los últimos tiempos. El desnivel entre los países desarrollados y el Tercer Mundo se ha hecho abismal: Se ha marcado fuertemente la desigualdad entre las clases sociales, la distancia entre los pobres y los sectores opulentos ha aumentado vertiginosamente, la corrupción se ha extendido como una plaga, el crimen organizado se ha convertido en poder, la depredación de la naturaleza se ha agravado en beneficio de los codiciosos intereses económicos... el menoscabo de los valores humanos forma parte de la lógica del sistema imperante.

Los tiempos que corren constituyen la antítesis de la Modernidad. En sus comienzos, la sociedad moderna era conquistadora, creía en el futuro, en la ciencia y en la técnica; rompió con las jerarquías nobiliarias y la soberanía de lo sagrado; enalteció las tradiciones y la razón.

En los últimos años, estas características se han ido disipando. La sociedad de hoy está ávida de diferencia, de identidad, de conservación, de tranquilidad, de realización personal inmediata. No existe la fe en el futuro y se ignora el pasado. Hoy se desea vivir el presente y obtener un rédito inmediato.

Se ha perdido la credibilidad: las ideologías han desaparecido. Se vive frente a un acto reflejo de credulidad colectiva que consiste en absorber todo lo que circula bajo el signo de la información y en creer a pie juntillas en los mensajes que promueven medios de comunicación. Vivimos en un mundo en el cual se busca hacer desaparecer la realidad y, al mismo tiempo, enmascarar el vacío que esto genera.

En el horizonte de la simulación, el hombre ha perdido la razón social de su existencia: Ya no busca que su paso por la vida deje huellas. El concepto de trascendencia es olvidado: nadie desea ser contemplado, sino absorbido por la cultura de la imagen y la apariencia. El discurso del hombre sobre los motivos de su existencia está vacío. Las ideas de pureza, honradez, honor y ética se han incorporado al mercado. Se han transformado en mercancías adquiribles, logrando que cualquier forma de conducta humana sea moralmente permisible. La dignidad personal se ha convertido de un valor negociable. Nos encontramos frente a la nada por la nada, al mal por el mal. Se edifican muros que encierran un vacío regido por las misteriosas reglas de la indiferencia más absoluta.

Intentan persuadirnos que la técnica es la esencia fundamental de este momento, que puede remplazar a la naturaleza. Muchas veces he escuchado decir que «el estado de la naturaleza es impensable, ya que en estos tiempos el pensamiento no existe». Esta frase refleja la clara tendencia del hombre actual a generar un estado de inteligencia operacional pura que genera la disolución radical del pensamiento.

La idea de reemplazar el pensamiento del hombre por la inteligencia artificial, por la acción del cálculo, del análisis y de la síntesis no es más que una fantasía. El fanatismo surgido en torno al desarrollo técnico sin límites sólo genera vacío. La esperanza en el futuro se ha perdido. Esta situación ha llevado a la humanidad a la desilusión y al desinterés por el futuro.

En este fin de la modernidad, la ironía se ha convertido en la nueva forma de pensamiento que ha aniquilado a todas las demás. Detrás de ella, se perfila el genio de la técnica que ha detenido al pensamiento y al desarrollo de la identidad mediante la elaboración de artefactos cada vez más sofisticados quitaron al hombre la responsabilidad laboral y social. La humanidad se ha domesticado gracias al exceso técnico que lo somete y lo hace vivir sólo el presente. Se trata a sí mismo como algo explotable a voluntad, condenado a su propio embrutecimiento y aniquilación.

En los tiempos que nos toca vivir, se ha perdido el verdadero sentido de lo humano, el que se fundamenta en las cualidades del hombre, en sus virtudes, en sus dones naturales, en su esencia, en su libre albedrío. Cuando lo humano ya no se define en términos de libertad y trascendencia, sino sobre la base de valores materiales, la definición del hombre se desvanece.

La desaparición de los límites entre lo humano y lo inhumano viene unida a la perdida de sentido entre la vida y la muerte, lo que ha producido una desesperada búsqueda de la inmortalidad. Puede que lo que sostengo parezca descabellado, pero el contraste entre los objetos cuyo desgaste ha quedado erradicado por la técnica y la realidad del ser humano, que envejece y muere, ha producido en el hombre un deseo por emular esa aparente perfección. El hombre ha dejado de considerar la limitación de su existencia, olvidando que, a fin de cuentas, vivir y morir es un destino que podrá postergarse, pero nunca anularse.

Vivimos una hora terrible para la humanidad. Las fuerzas que luchan contra la libertad del espíritu humano son más poderosas, más crueles, más mortíferas que en cualquier otra época. Por ello, creo importante levantar la voz ante estos hechos, dar un grito de alerta frente este cuadro de desprecio hacia la condición humana. Para muchos, este clamor puede resultar subversivo o revolucionario. En realidad, busco subvertir la hipocresía, el engaño y la mentira usando como única arma el poder de la pluma aliada al coraje. Considero que esta fuerza es indispensable para demostrar a las nuevas y olvidadas generaciones lo que significa carecer de libertad.

El hombre de nuestros días está sumergido en la enajenación por un sistema de imágenes alucinantes y apócrifas que forman parte de la trampa armada por un astuto capitalismo. Conocer los recovecos de este perverso laberinto es el único modo con el que cuenta el hombre actual para sortear el engaño y retomar la senda del librepensamiento, recuperando su capacidad de decisión. Sólo de este modo podrá aspirar a la plena humanidad, consciente y dueño de sí mismo. De esta forma, el individuo abrirá un sendero hacia el porvenir que propiciará el nacimiento de una sociedad hecha para los hombres del mañana.

Esperando su respuesta, lo saluda.


G.C.V.


Segunda carta

Estimado Guillermo:

Leí con mucho interés su carta y creo que ha hecho un estupendo análisis de la realidad actual. Coincido en que vivimos una hora terrible para la humanidad, la capacidad de destrucción ha sido potenciada por la técnica a niveles alarmantes y esa fuerza mortífera está en manos de hombres desorientados que se debaten en medio de una profunda crisis ética, sin conciencia de su propia trascendencia y sumergidos en el más absurdo materialismo.

Estamos viviendo el final de un proceso que duró aproximadamente quinientos años. Las raíces de esta crisis tendríamos que buscarlas en el origen mismo de la modernidad, cuando el hombre occidental toma una actitud prometeica y, ufanado porque cree haber robado el fuego a los dioses, se hincha de orgullo pensando que ha tomado el camino de la autosuficiencia. Sobre la base de la autonomía y perfección de la razón humana se desarrolla la modernidad. El hombre moderno creyó que siguiendo los dictados de la razón iría enriqueciendo y purificando su mundo, librándolo de mitos y leyendas, pero no se percató que estaba tomando el camino del empobrecimiento al aceptar como dogma que lo único real y verdadero era lo que podía captar con sus sentidos o alcanzar con su razonamiento.

Es notable la contradicción de Renato Descartes, el padre del racionalismo, quien partiendo de la duda metódica con la que pone todo en tela de juicio llega finalmente a una única certeza: su propia duda. Sin embargo, no pone en duda la perfección de su razón; es asombroso que todo le resulta incierto pero cree en la infalibilidad y omnipotencia de su propio pensamiento. Como consecuencia los racionalistas, se resisten a admitir que pueden existir verdades que estén más allá de la razón, realidades que no pueden ser captadas por los sentidos, ni alcanzadas con el razonamiento. Partieron del equívoco de que la maquinaria del pensamiento es perfecta y absoluta.

Sobre esta base, se desarrolló la sociedad moderna y la razón se transformó en una diosa tiránica que impuso su paganismo sobre todo el mundo occidental. La fe trascendente fue desechada como una superstición del pasado que, necesariamente, debía ser superada, y la jactancia de los racionalistas fue tener únicamente «fe en la ciencia». San Pablo define a la fe como «la certeza de lo que se espera y la demostración de lo que no se ve». De acuerdo con esta definición, toda la esperanza de la modernidad estuvo puesta en los futuros logros materiales.

Con bizarría, el hombre moderno rechazó todo pensamiento teológico, no quiso embanderarse con ninguna de las manifestaciones de la fe cristiana, pero –como hace notar Nietzsche– intentó quedarse con la ética, los ideales y la moralidad cristiana abrigando la esperanza de superarla. No se dio cuenta que esa moralidad había perdido sus sólidas bases y, ahora, pendía de la nada, expuesta a que cualquier brisa la derribara.

Estimado Guillermo: Cuando usted analiza con tanta precisión a esta sociedad light carente de valores, describe el desamparo en que se encuentra el hombre de nuestro tiempo al tomar conciencia de que, vaciado de toda espiritualidad, la única certeza que le queda es el presente y su única expectativa, la muerte.

Sin embargo, la modernidad tuvo un gran mérito: buscó la felicidad del hombre. Desarrolló todo su pensamiento teniendo como meta suprema liberar al hombre de las trabas del pasado, redimirlo de toda esclavitud y llevarlo a la libertad total que era, para los modernos, la forma más sublime de la felicidad. Los existencialistas, encabezados por Sartre, dieron la señal de alarma cuando demostraron que la libertad se había convertido en una condena insoportable. Afirmaban así que la libertad sin sentido de trascendencia se transforma en una carga fatigosa, porque se ejercita enmarcada en la absurdidad, la expectativa de la muerte y el sin sentido de la vida.

El legado práctico de la modernidad se concretó en dos doctrinas sociopolíticas: el capitalismo liberal y el comunismo marxista. Ambas perseguían, por caminos opuestos, una misma meta: la felicidad del hombre. Las diferencias estaban en los énfasis: unos ponían el acento en lo colectivo, mientras otros lo hacían en lo individual. El siglo XX fue el campo de batalla donde midieron sus posibilidades: dividieron al mundo e intentaron llevar sus utopías a la práctica. Los resultados son por demás elocuentes: ni el comunismo, ni el capitalismo concretaron sus metas y podemos afirmar, basándonos en la realidad objetiva, que lograron lo contrario de lo que se proponían porque hicieron crecer la miseria, la desigualdad y la infelicidad.

¿Por qué fracasaron? Porque fallaron en su antropología: nunca entendieron la realidad de la condición humana. Lo que elaboraban en los escritorios y volcaban sobre el papel, nunca lograban concretarlo en la realidad porque el hombre no es lo que ellos pensaban. Elaboraron teorías para hombres ideales y tropezaron con el hombre real, moralmente contradictorio, proclive a la corrupción y con un vacío interior que, según sostiene San Agustín, solamente puede ser llenado con eternidad.

El fracaso de la modernidad, esto que llamamos impropiamente posmodernidad, es el resultado de haber puesto demasiadas expectativas en la razón, no valorándola con el debido cuidado y creyendo que, a través de la ciencia y del desarrollo tecnológico, podía alcanzarse la felicidad. La frustración final produjo un movimiento pendular, ahora el hombre se aleja de la razón, odia al pensamiento, se arroja en los brazos de la magia, el esoterismo o el ocultismo. Está dispuesto a creer en todo, aún cuando resulte contradictorio. Y vuelve a equivocarse, porque la razón no debe ser desechada sino correctamente ponderada, tratando de conocer y aceptar sus limitaciones. Y también la fe debe ser correctamente evaluada, porque creer en todo es lo mismo que no creer en nada.

Ante este panorama, estoy seguro que muchos se preguntaran si podemos ser optimistas. Chesterton, con mucha agudeza, decía que un optimista era un imbécil, pero feliz, y que un pesimista era un imbécil, pero desgraciado. Frente a la problemática actual, no tiene ningún sentido declararse optimista o pesimista. Las posibilidades tienen que ser evaluadas con realismo y no pueden tomarse actitudes apriorísticas. En ciertos círculos, es de muy buen tono ser optimista y en otros, se estima como una actitud inteligente ser pesimista. Me niego a caer en este maniqueísmo improductivo.

Todo dependerá de las actitudes y los pasos que se postulen en el futuro inmediato. Es imprescindible recapacitar y abandonar esa actitud infantil de ignorar el pasado. Podemos tener esperanza si nos abocamos a la tarea de revalorizar la experiencia de lo vivido y extraer, de los errores y aciertos, conclusiones que nos sirvan para el presente y el futuro. Podemos tener esperanza si nos animamos a ejercitar el sentido crítico ante las ofertas engañosas de este sistema perverso, para desechar lo perniciosos y potenciar lo positivo. Podemos tener esperanza si revisamos nuestra antropología para analizar, sin sectarismos ideológicos, cuales son las verdaderas necesidades y apetencias del ser humano real para cambiar nuestro rumbo. Por el contrario, si se persiste en esa actitud posmoderna de negarse al análisis del pasado y decretar la muerte de las utopías, seguiremos debatiéndonos en la incertidumbre.

Cada uno de nosotros, desde lo individual, tiene la obligación moral de aportar su grano de arena para que vuelva a nacer la esperanza.


S.D.


Tercera carta

Mi buen amigo:

Recibí su carta y la releí varias veces. A medida que lo hacía, nuevas ideas nacían en mi mente. Deseo exponerlas en esta nueva misiva, continuando así con nuestro intercambio epistolar e intentando interpretar la difícil situación que atraviesa la humanidad.

En los tiempos que vivimos, existe el desprestigio pesa sobre los proyectos emancipadores y en escarnio, sobre la justicia. Estas situaciones crean una visión pesimista del porvenir. El ser humano se agota en el diario esfuerzo por sobrevivir, su conciencia se vacía y se rellena con la nada.

Los sistemas dirigentes del mundo buscan gestar un hombre sin horizonte, exhausto, espiritualmente mísero. De esta forma, se consigue destruir la conciencia colectiva y se desvalorizan los movimientos sociales. En la clase dirigente nace un permanente temor por levantamientos masivos y, para combatirlos, se busca neutralizar cualquier intento aglutinante de los sectores disconformes. Cualquier idea utópica que busque la libertad y la igualdad es considerada un plan del demonio.

Los cambios del siglo XX han sido enormes, pero la anatomía del capitalismo substancialmente es la misma. La explotación del hombre se desarrolla de distintas formas en el ámbito mundial sin otro interés que el aumento del capital a favor de los poderosos. Mario Benedetti ha dicho: «El Papa critica el capitalismo salvaje, pero ¿qué capitalismo no es salvaje?».

Nuestro presente es oscuro y el futuro resulta impredecible. Se necesita elaborar un proyecto que convenga al ser humano y lo convoque a la acción, que reconozca las necesidades de hoy y forje un mañana venturoso. Para ello, es importante tomar conciencia de la auténtica realidad. Pasar del pensamiento mágico a la conciencia de verdad.

El hombre de hoy se halla sumergido en la enajenación producida por un sistema de imágenes alucinantes, poblada de mensajes apócrifos que lo llevan a una trampa construida con los nuevos disfraces que presenta el astuto capitalismo. Una de esas máscaras perversas es la llamada globalización. Junto a ella, se encuentra la fiebre consumista que invade al hombre a través de la influencia hipnótica que ejercen sobre él los medios de comunicación. Medios que penetran en los hogares, deformándoles las conciencias, empujándolos a la evasión y a la búsqueda de salidas ilusorias que sólo son accesibles para aquellos que poseen dinero y poder.

El mensaje capitalista envuelve a las capas de menores ingresos, aunque esta situación tiene mayor incidencia en los sectores medios, donde, en muchos casos, el ansia de poseer los lleva al endeudamiento, seducidos por mentiras doradas como el falso milagro de las tarjetas de crédito o los préstamos usurarios.

Nuestro tiempo se ha poblado de mitos que atrapan a las multitudes incautas en las redes de la magia, el ocultismo y las sectas. Umberto Eco sostiene que «a partir de estos fenómenos culturales llegamos a un nuevo medioevo de místicos laicos. El que use viejas reglas de la razón, como la lógica, la dialéctica y la retórica, puede ser acusado de impío».

Esta búsqueda de consuelos ilusorios junto con la evasión de lo real hacia lo irreal lleva a los hombres a la enajenación que ataca a una sociedad que obliga al individuo a recurrir a la superstición religiosa como remedio de sus males.

En su filosofía, Carl Marx buscaba lograr que el hombre se contemplase a sí mismo, que se tornarse consciente de las razones de su desolación para que lograrse conocer su destino y buscase un sendero nuevo, carente de ilusiones y sueños absurdos. Pero el hombre necesita siempre un elemento mágico que le haga superar su desdicha sin tratar de experimentar un verdadero cambio.

Mi estimado amigo, creo que la humanidad no ha avanzado demasiado en sabiduría. A pesar de los numerosos descubrimientos científico-tecnológicos, el hombre se ha tornado orgulloso y arrogante. Se ha considerado a sí mismo un dios, ignorando que sólo ha descubierto los mecanismos que la naturaleza viene utilizando desde los albores del tiempo.

Esta arrogancia hace que ciertas naciones se consideren paladines de la paz mundial y se reúnan en conferencias buscando una aparente solución a los problemas que el mundo presenta. Pero, paralelamente, continúan aumentando los presupuestos de un armamento cada vez más sofisticado, mientras el hambre y la marginalidad de los países pobres aumenta diariamente. En el fin de la modernidad, nos encontramos frente a una dicotomía: mientras el hombre ha progresado en lo material, en forma inusitada respecto a épocas anteriores, ha involucionado desde lo moral y espiritual. El hombre no puede reducir su vida sólo a lo material, dejando de lado su universo interior. Pero este retorno a la espiritualidad no puede ser irracional.

Eric Fromm vincula la necesidad del espíritu con la fe y se pregunta: «¿Qué es la fe? ¿Es necesariamente una cuestión de creencia en Dios, en mitos mágicos, o en doctrinas religiosas? ¿Está la fe inevitablemente en contraste u oposición con la razón y el pensamiento racional?». Fromm estima que es necesario diferenciar entre la fe racional y la fe irracional, considerando que la fe irracional se basa en la sumisión de una representación incompresible y constituye el sometimiento a algo dado que se admite como verdadero, sin importar si lo es o no. En cambio, concibe la fe racional como el resultado de la propia convicción interna, la cual se haya arraigada en la propia experiencia intelectual o afectiva y que es el resultado de la disposición interior de cada individuo.

Los Teólogos de la Liberación entregan un ejemplo de este sentir. Partiendo de una base cristiana, han transformado su espiritualidad en fe racional, acondicionando esa fe a la acuciante realidad que vivimos. Con este pensamiento, no se esconde la cabeza, no se evaden los problemas que nuestro mundo presenta. La humanidad está harta de ídolos, dioses y héroes: Creaciones imaginarias que nos muestran la posibilidad de un mundo irreal después de sufrir el agobio terrenal.

Estimado Salvador, considero que una de las formas históricas del dominio de las masas consiste en estimular al hombre para que se fugue de la realidad. Los poderosos necesitan espíritus adormecidos e ignorantes que acepten lo que se les proponga. Pero esto no impedirá que la realidad siga su curso y que alcance aún a los que han creído fugarse. La única manera lógica de enfrentar esta realidad es a través de la lucha y no del escapismo.

Frente a esta situación sólo se podrá luchar cuando el hombre vuelva a tomar conciencia sobre la necesidad de buscar el verdadero sentido de la libertad. Esto le permitirá pensar y decidir sobre la orientación que debe seguir en el intrincado laberinto que es el mundo actual. Sólo así podrá aspirar a la plena humanidad, la que es indispensable para abrir un nuevo porvenir y concebir una sociedad hecha para todos los hombres.


G.C.V.


Cuarta carta

Estimado Guillermo:

El cuadro que pinta en su carta precedente es tan veraz como desolador. Coincido con usted en la necesidad de elaborar un proyecto de futuro distinto que, partiendo de un análisis profundo de la realidad, nos convoque a la esperanza, porque sólo por medio de ella podemos volver a crear utopías que nos impulsen hacia delante.

El hombre moderno ha sido vaciado espiritualmente por el engaño del materialismo que insiste en inculcarle que la felicidad está en la posesión de bienes materiales, canalizando, a través del consumismo, toda la angustia y ansiedad que produce este inhumano sistema capitalista. La publicidad, aliada indispensable del mercado, estimula el consumismo, asociándolo al éxito, la satisfacción y la plenitud, ignorando los valores y confundiendo el «ser» con el «tener». Y el consumismo engendra seres inmaduros, como dice Fromm: «La actitud inherente al consumismo es devorar todo el mundo. El consumidor es el eterno niño de pecho que llora reclamando su biberón».

Una de las más brillantes creaciones de Henrik Ibsen, el agudo dramaturgo noruego, es Peer Gynt. La acción de la obra abarca alrededor de sesenta años de la vida del protagonista, al que Borges calificó de «irresponsable y simpático canalla». Peer Gynt quiere vivir la vida en plenitud, beber todas las mieles de la existencia, y para ello recorre el mundo viviendo dispares experiencias, hasta ser coronado con el título de «Emperador de sí mismo». Su vida culmina en medio de un campo sembrado de cebollas donde hace un balance de su existencia: Toma una cebolla y la va despojando de cada una de sus capas mientras recuerda las experiencias vividas. Finalmente llega a la última capa y se hace la gran pregunta: «¿Dónde está el grano?». Ha comprendido que no tiene simiente ni fruto, que no ha hecho nada trascendente, y entonces escribe su epitafio: «Aquí yace nadie». Creo que Peer Gynt puede ser un espejo válido del hombre actual, tan preocupado por lo superfluo e intrascendente que no se da cuenta que su vida es un fracaso, porque lo único que dejará será el vacío.

¿Dónde se origina este fracaso? En la voluntad de constituirse en «Emperador de sí mismo» que fue alimentada por muchos pensadores del racionalismo. Es verdad que Carl Marx busca que el hombre mire con lucidez su situación y se haga responsable de su destino, pero concluyó por crear una religión materialista, un «sistema de fe» sin sentido de trascendencia, donde el hombre, «Emperador de sí mismo», era el único Dios e iba a construir un paraíso maravilloso en el cual todos los hombres fueran iguales. Las consecuencias están a la vista.

El siglo veinte ha sido la culminación de ese proceso de desacralización de la cultura y, como consecuencia, de la vida; fue el siglo más salvaje de la historia humana. Los historiadores calculan que en los cuatro siglos que van del XVI y XIX los muertos en las diversas guerras totalizaron treinta y cuatro millones, pero el siglo XX dejó un saldo de ciento doce millones ochocientos mil víctimas fatales... ¡Tres veces más que en los cuatro siglos precedentes! Estamos en una sociedad donde se deshumaniza a la humanidad para bestializarla y se despersonaliza a la persona para masificarla.

Este es el resultado del vaciamiento que hemos sufrido. Monseñor Fulton Sheen describe nuestra situación y dice: «... en el orden político (...) la ética, la moralidad y la religión fueron desterradas, sólo para descubrir que, en el siglo veinte, la irreligión, el ateísmo y las fuerzas antimorales entraron en el orden político para tomar ese lugar. Expulsar el espíritu inmundo no es suficiente, si no hay una nueva posesión por un espíritu más puro. La naturaleza detesta el vacío. No existe un individuo irreligioso, uno es religioso o antirreligioso. Consciente o inconscientemente, a medida que el tiempo pasa, la propia mente asume nuevas lealtades; si falta Dios, esa persona se cautiva más y más de algún estado de ánimo o fantasía temporaria».

El quiebre que sufre la modernidad se expresa en un estado de rebelión contra la razón y odio hacia el pensamiento, que constituye la forma en que expresa la frustración que le causó el humanismo. Este alejamiento de la racionalidad ha producido un florecimiento del esoterismo, las supersticiones y el sectarismo; un peligroso retorno al pensamiento mágico a través del cual se quiere canalizar la búsqueda de respuestas y soluciones por caminos seudo religiosos que no impliquen un compromiso ético o pretendan respuestas morales. Es decir, una «religión light».

Pero es muy peligroso confundir estas manifestaciones con la verdadera fe que, contra lo que Marx decía, no es un paliativo soporífero para los problemas del hombre, sino un camino hacia la lucidez en la consideración del problema humano.

Con relación a este tema, quiero llamar su atención sobre el confuso pensamiento de Fromm acerca de la fe. La fe no está nunca contra la razón, pero tampoco puede ser racional, porque entonces perdería su esencia. Una fe genuina cree en lo que no se puede alcanzar por la razón, lee en el libro de la naturaleza la presencia del Creador y acepta que quien diseñó el Universo poniendo leyes naturales, es también quien comunicó al hombre las leyes morales que deben presidir su conducta y delineó el camino de rectificación, renovación y retorno para el extraviado: La redención. Esto se acepta por el camino de la fe, que no contradice la razón, no es irracional, sino –como manifestara Santo Tomás– es suprarracional.

En la primera de las historias de su inefable detective, el Padre Brown, el escritor inglés Gilbert K. Chesterton señala que la fe proclamada por el cristianismo «hace de la razón un objeto supremo; la única que afirma que Dios mismo está sujeto por la razón». Al finalizar el relato, luego de haber logrado desenmascarar a un falso sacerdote, confiesa que lo ha logrado gracias a un hecho muy simple: «atacó la razón, y eso es de mala teología».

A la definición de Fromm contrapongo la mucho más antigua y probada reflexión de Santiago, cuando en su Epístola habla de fe viva y fe muerta diciendo:«...así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe está muerta si no va acompañada de hechos». Necesariamente, tenemos que discernir entre la fe viva de aquella que está muerta, que niega la realidad y que sólo propicia la alineación del individuo.

Es verdad que hoy el poder quiere que el hombre se fugue del mundo real y lo estimula por todos los medios para que tome el camino de la evasión. Sin embargo, quienes somos concientes de esta realidad debemos ser cuidadosos para no caer en el error de los existencialistas, que miraban la realidad descarnadamente, pero sumían al hombre en la angustia frente al sin sentido de la existencia, porque no tenían ninguna esperanza.

Si queremos sembrar verdaderamente la esperanza, tendremos que estimularnos a mirar la realidad tal cual es, quitándole el maquillaje y los afeites que le colocan los intereses económicos, denunciando la alienación que se produce a través de los medios, pero también señalando que sólo una fe trascendente puede darnos la suficiente lucidez en la denuncia, porque nos hace ver no sólo la realidad descarnada, sino también al hombre tal cual es. Solamente una fe trascendente puede darle a este hombre imperfecto, voluble, generador de corrupción y proclive a refugiarse en las quimeras, la verdadera esperanza que puede dinamizarlo en la lucha presente y darle tranquilidad en cuanto a la eternidad.

S. D.


Quinta carta

Mi buen amigo:

He leído su carta con gran atención. Conozco su pensamiento esperanzado, que busca el cambio del hombre a partir de una fe trascendente, rompiendo con el materialismo impuesto por el sistema capitalista. Por esto quisiera presentarle una nueva problemática:

Nuestro país atraviesa por una dura crisis y creo que es de capital importancia poder interpretarla correctamente. En un reportaje publicado por el diario La Nación durante el 2002, el sociólogo francés Alain Touraine se refiere a la Argentina diciendo que el único papel importante de nuestro sistema político es ser el centro de la corrupción y que nuestro país no existe como tal, ya que el sistema político que debería regirlo ha muerto. Luego, resume su idea diciendo: «Los argentinos existen; la Argentina, no».

Me pareció interesante retomar nuestro intercambio epistolar con estos pensamientos de Alain Touraine. Creo que la razón por la cual hemos llegado a esta triste situación es que se ha desmembrado el Estado y su desaparición llevó al pueblo a una vida salvaje y desenfrenada.

La situación que envuelve a la Argentina responde a una grave crisis cultural que tienen sus raíces profundas en la pobreza. El discurso que el sistema político envía al pueblo, usando como difusor de sus mensajes a los sumisos medios de comunicación, pregona un malintencionado anuncio de pobreza, ocultando la verdadera realidad: Existe un reparto de las riquezas injusto y discriminatorio. Nuestro país no está totalmente asolado, sino polarizado por la falta de equidad en el reparto de los bienes.

De los treinta y seis millones de personas que componen la población Argentina, veinte millones están por debajo del nivel de pobreza. Existen cifras alarmantes sobre la mortalidad infantil: Cincuenta niños mueren por día antes de llegar a su primer año de existencia. La mayoría de estas muertes son por desnutrición o por enfermedades evitables.

Esta mala distribución obedece a los designios de una dirigencia enmarcada en una corporación política de características mafiosas, que ejerce el asistencialismo sobre las masas populares, quitándole al hombre su dignidad y transformándolo en esclavo del sistema.

La Argentina de nuestros días es el resultado de una prolongada lucha de clases y de la falta de compromiso nacional de la elite dirigente, que se aprovechó de las normativas del libre mercado y del nefasto accionar de la cruel dictadura militar. Vale recordar que, mientras duró su actuación, el proceso militar fue admirado y respetado, ignorando los desmanes que se cometieron. Bajo la frase «por algo será» se aceptaron y se justificaron todas las iniquidades que se cometieron en esa época.

Luego, la implantación de un sistema neoliberal favoreció la masiva redistribución de ingreso hacia los sectores adinerados y trajo aparejada una fuerte caída del salario de los trabajadores. A ello se le sumó un enorme incremento de la deuda interna y externa. Esta circunstancia generó la fuga capital y la evasión tributaria. Mientras tanto, en los sectores gubernamentales y en las clases pudientes, se producía un consumo desmedido que tendría graves consecuencias para la economía del país.

Este accionar llevó a la Argentina a una crisis que se manifestó en un marcado desempleo lo que propició un profundo malestar social. Algunos problemas concretos resultantes de esta situación son la ruptura del liderazgo familiar, el aumento de la prostitución infantil y el abuso laboral a causa de gran cantidad de mano de obra disponible. La búsqueda de un hedonismo cada vez mayor, muy influenciado por la acción de los medios, en especial la televisión, llevó a una explotación brutal de la mujer, además de justificar y avalar todo tipo de aberración a las leyes naturales.

En la Capital Federal y en el Gran Buenos Aires, el gran flujo de mujeres provenientes de áreas empobrecidas fue y es utilizado para servir en la industria de la prostitución. Miles de mujeres jóvenes son sometidas a esta humillación cuyas consecuencias físicas y psicológicas son conocidas. Por lo general, esta miserable industria es explotada por los políticos de turno, gozando de la más absoluta impunidad.

En la Argentina de hoy, se ha perdido el verdadero carácter de los partidos políticos y de la dirigencia. Ambos deberían representar a la sociedad, pero no elaboran un estudio acabado del objeto de su representación y, en el mejor de los casos, cuando alcanzan el poder someten y explotan al pueblo que los ha elegido.

La sociedad desconoce, o ha olvidado, que los partidos políticos tienen el deber de representarla, sin tener que aceptar sumisamente las interpretaciones que la clase dirigente realiza sobre lo que el pueblo necesita o quiere.

Los grandes partidos o movimientos políticos que han transformado al mundo son aquellos que han sabido representar el carácter y la personalidad del pueblo, sobre todo en los momentos en los cuales se plantean las grandes crisis institucionales.

Ante la difícil situación que vive nuestra nación, se ha producido un interesante intento de movilización social: En numerosos barrios se han formado asambleas populares que tratan de analizar el panorama y presentar soluciones. En ellas nacen grupos de estudio que toman todo tipo de iniciativas económicas, científicas, sociales y culturales. Su finalidad es confluir hacia la activa participación política, no sólo en forma pasiva, sino también como agentes de renovación y vigilancia. Estas asambleas –integradas por gente de los barrios, profesionales, intelectuales y personalidades de la cultura– tienen como único fin aportar propuestas para ayudar a resolver la acuciante crisis que vive el país.

Con las ideas que surgen en estas reuniones, se busca un programa único y serio que concite la adhesión y participación de todos los sectores sociales.

Este movimiento popular, que es el semillero de futuros dirigentes, fue rápidamente infiltrado por miembros de la corporación política quienes, con al perversa ayuda de los medios de comunicación, le fueron restando importancia y distorsionando el mensaje de unidad y cambio que estas juntas propiciaban. De esta forma, trataron de quitarles el valor que realmente poseen con el fin de conseguir su desaparición. Pero la idea ya está sembrada y, pese a los obstáculos que se les colocaron, siguen adelante y poco a poco se van percibiendo los resultados.

La corporación política que se halla en el poder no gobierna: Está tan corrompida por los intereses en juego, por los rencores personales, por los ajustes de viejas cuentas políticas y económicas. Su decadencia moral es tal que, aún frente al abismo en que se encuentra la Nación, no trata de proponer una tregua.

En su pelea por los espacios de poder, esta corporación –integrada por políticos, jueces, sindicalistas, fuerzas de seguridad y de servicios de inteligencia– avasalla a los ciudadanos que reclaman por sus derechos. Con actitudes miserables, tratan de demostrar que los reclamos populares no reflejan las necesidades del pueblo y que sólo responden a fines políticos.

El sistema neoliberal y las políticas dictadas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, implantado no sólo en la Argentina sino también en todas las economías emergentes, ha conducido a crisis generalizadas; endeudamiento; empobrecimiento extremo; enajenación de las riquezas naturales e industrias rentables; destrucción de industrias nacionales; grave retraso educativo, sanitario, científico y tecnológico; e inestabilidad institucional.

Esta situación, que lleva inevitablemente al aumento de la pobreza y a una mayor desigualdad, presenta una rara paradoja: No existe rebeldía popular, sino que ésta es reemplazada por una violencia que se desplaza hacia la delincuencia y la criminalidad, con un trasfondo que adquiere las características de una verdadera guerra social.

Estimado Salvador, considero que, lamentablemente, el capitalismo ha triunfado y una vez más se ha comprobado que un mundo en el que predomina la condición económica por encima de cualquier otra resulta un lugar desolador. Las necesidades del capital casi nunca coinciden con las necesidades de la sociedad. Nuestros representantes políticos se arrodillan ante los poderosos, porque el que paga, manda.

En este mundo materialista que se quiere imponer, no hay pueblos, sino mercados; no hay ciudadanos sino empresas; no hay relaciones humanas, sino competencias mercantiles. Frente a este panorama, se debe crear una cultura de resistencia y de esperanza en pos una sociedad más humana, donde el hombre sea hermano de sus semejantes y viva dignamente en paz y armonía.

A la espera de su respuesta, lo saluda su amigo,


G. C. V.


Sexta carta

Estimado Guillermo:


En su carta anterior presenta usted dos problemas: el de la globalización mundial bajo el imperio del sistema liberal capitalista y el particular problema del argentino, gravemente afectado por lo que denominan «nuevo orden mundial».

La globalización ha sido una de las metas más apetecidas por los pueblos militarmente poderosos desde la antigüedad. Todos los imperios intentaron expandirse hasta donde les fuera posible sometiendo a los más débiles para concretar su sueño globalizador. Porque es bueno que nos sinceremos: la globalización es un sistema de opresión motivado por la ambición de poder y dominio de los países fuertes sobre los débiles.

La torre de Babel, en los albores de la civilización, es uno de los testimonios más antiguos de este afán centralizador. Luego, los egipcios y caldeos trataron de cristalizar el mismo sueño perverso esclavizando a pueblos enteros, transportándolos a su tierra para explotarlos. El imperio medo-persa sojuzgaba a las naciones más débiles imponiéndoles como gobernantes a serviles colaboracionistas que le aseguraban el riguroso y puntual pago de tributos. Posteriormente, los romanos se extendieron por todo el Mediterráneo y establecieron un sistema impositivo por el cual todos los pueblos dominados pagaban los orgiásticos lujos de la decadente Roma. Y en el siglo veinte Hitler y Mussolini intentaron revivir las glorias de la Roma imperial.

Hoy, el sueño de dominio del mundo se ha teñido con un barniz de civilización que quiere disimular su salvajismo: el látigo de antaño, que doblegaba la espalda de los débiles para apoderarse de hasta la última gota de su sangre, ha sido reemplazado por una deuda externa impagable que es un flagelo aparentemente más civilizado pero persigue el mismo propósito: doblegar la espalda del sometido y vampirizarlo en su beneficio.

En el mundo bipolar del pasado, el capitalismo usaba una máscara de sensibilidad social con la que pretendía mostrar su superioridad, pero hoy domina la escena mundial y muestra su verdadera cara.

Pero los cambios que experimentamos no son coyunturales: Afectan a la esfera política y económica, pero también están trastocando nuestra escala de valores, la estructura familiar, la moral social y hasta las concepciones religiosas. Por lo tanto, creo que, más que un cambio, estamos sufriendo una mutación violenta y peligrosa cuyos resultados finales son inciertos.

El liberalismo sostiene que la sociedad funciona como un organismo que se autorregula: Dejando hacer al mercado, éste encuentra sólo su equilibrio. Esto es una falacia, porque no contempla a la sociedad como un organismo propenso a enfermarse. El libre juego del mercado lo único que hace es despertar y acrecentar sus patologías. Hoy vemos que el mercado no es regido por los mecanismos de libre competencia, como preconiza el liberalismo, sino por los intereses de empresas multinacionales que no reconocen fronteras y son apoyados por los gobiernos de los países desarrollados.

No se puede edificar una sociedad sana promoviendo la codicia, la avaricia y el afán desmedido de lucro. Adam Smith, el padre del capitalismo moderno, afirma que estos antivalores son indispensables para que este sistema funcione.

Creo que, así como hay leyes naturales que no pueden ser violadas sin sufrir las consecuencias, hay leyes morales y espirituales que funcionan de la misma manera. El décimo mandamiento de la ley mosaica reza: «No codiciarás». San Pablo, incansable difusor de los principios cristianos, afirma que «el amor al dinero es la raíz de todos los males». Lo que estamos sufriendo es la consecuencia de este sistema, que desata y exalta la codicia y la avaricia, que generan una sociedad individualista donde la felicidad personal está por encima de la justicia social. Una sociedad gobernada por el ansia desmedida y desordenada de poseer riquezas no puede sobrevivir. Y si no cambia el rumbo entrará en una espiral de violencia cuyas consecuencias son imprevisibles.

Tenemos que volver a escuchar las palabras de Jesús cuando decía que «la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee». A pesar de haberse gestado en el seno de la cultura occidental y cristiana, este sistema liberal capitalista es un ataque abierto a los principios de solidaridad y amor al prójimo proclamado por Jesucristo.

En medio de esta tormenta, los argentinos estamos en el ojo mismo del huracán. Pero esta incómoda situación no debiera causarnos extrañeza, porque es la consecuencia de las malformaciones morales y espirituales que han caracterizado a nuestro pueblo y que nunca quisimos tener en cuenta.

Nuestro país tiene un grave problema ético: el argentino medio no sólo practica la inmoralidad, sino que, además, la admira, considerándola una cualidad que lo caracteriza y hace superior a los demás. Jorge Luis Borges decía: «El argentino suele carecer de conciencia moral, pero no intelectual; pasar por un inmoral le importa menos que pasar por un zonzo».La viveza criolla, que es el peor y más execrable de los defectos argentinos, se estima como una virtud; por lo tanto, no tiene que extrañar que, si se ama lo que se debe detestar y resulta atractivo lo que tiene que repugnar, los resultado finales sean catastróficos.

No podemos echarle la culpa de los males argentinos a la situación internacional: tenemos una larga historia de irresponsabilidad social que ahora está estallando porque los cambios exteriores pusieron en evidencia lo que estaba oculto debajo de la superficie.

Sistemáticamente, se silenciaron las voces que denunciaron a lo largo de nuestra historia los problemas nacionales. Se desoyó la palabra lúcida de hombres de dispar extracción que señalaron los defectos de nuestra sociedad. Al análisis meduloso de Eduardo Mallea, Ezequiel Martínez Estrada o Ernesto Sábato se prefirió la perorata hueca de los demagogos que desde hace más de medio siglo, con su viveza criolla, fueron destruyendo la cultura del trabajo para instalar un asistencialismo pernicioso, convirtiendo al país en una colonia empobrecida. Pero esta dirigencia ignorante y mediocre que ocupó y sigue ocupando el centro de la escena nacional no es más que el reflejo de la crisis moral de un pueblo que la elige y coloca en el poder.

Ante este oscuro panorama internacional y nacional... ¿podemos albergar alguna esperanza? Eduardo Mallea en el prefacio de Historia de una Pasión Argentina se expresa con palabras de una impresionante actualidad:

Estamos abocados a males tantos, en esta tierra de tanto sol y tanta tierra y tanto cielo, que yo no veo remedio para salirles al paso, más que el fruto de una categórica, radical, rotunda movilización de las conciencias. Movilización es maduración: cuando todas las partículas de un organismo vivo se ponen en extremo movimiento, en agitación, es cuando ese organismo se mueve en el secreto de su secreta presciencia y todas sus células han adquirido una suerte de orgánica lucidez. Y si somos todavía un pueblo verde, un pueblo en agraz, no es porque seamos «un pueblo joven» – cándida, inocente mentira, ya que no los hay bajo el sol jóvenes ni viejos, y aun se es más viejo en todo caso por ciertas frustraciones de la juventud – sino porque nuestra conciencia está en mora, ella no se ha desarrollado desde su fuente, desde su hondón, sino quedando sobre si cerrada. Lo que estamos es sin fruto verdadero y solo nuestras ramas de árbol criollo se han echado a expandirse por el falso espacio de una supercivilización apariencial.

De la crisis moral sólo se puede salir con ésta movilización de las conciencias de la que habla Mallea. Movilización que no va a surgir de nuestra mediocre e ignorante dirigencia política, ni tampoco de las urnas, sino de una búsqueda individual de bases espirituales que nos den un marco ético sobre el cual desarrollarnos y una esperanza trascendente que nos sostenga.


S.D.


Séptima carta

Mi buen amigo:

He leído con gran atención su respuesta. En mi carta anterior, le hablé de la situación Argentina que es consecuencia, como Ud. muy bien lo expresa, de la mutación violenta y peligrosa que ha sufrido el capital, lo que pone en serio riesgo el destino de la humanidad.

En esta ocasión, deseo plantearle otro problema que asola el destino del mundo pero que es prácticamente desconocido, ya que su difusión perjudica a los grandes poderes económicos.

Existe un conflicto entre la visión comercial y la realidad medioambiental, social y cultural del mundo. El orbe de los negocios se convirtió en sinónimo de crecimiento, pero esto no es necesariamente cierto. Muchas veces se destruye el medio ambiente para cumplir con objetivos empresariales y económicos. A modo de ejemplo, mencionaré uno de los casos que más repercusión tiene sobre el medio ambiente: la destrucción indiscriminada de bosques y selvas. Anualmente se desbastan diecisiete millones de hectáreas, impidiendo que el gas carbónico –CO2– sea absorbido por la vegetación. Esto origina que el efecto invernadero se acreciente y, como consecuencia, que aumente el recalentamiento de la Tierra. A fines de la década del ochenta, se comprobó que el incremento del gas carbónico también es producido por los desechos industriales y por el consumo doméstico descontrolado de los países ricos, los mismos que favorecen la deforestación de los países pobres para satisfacer su consumismo. En los últimos diez años, las emisiones de gas carbónico aumentaron en un nueve por ciento.

Actualmente, de los cinco mil millones de CO2 artificial producidos anualmente, cerca de dos mil trescientos millones son tratados por los océanos, mientras que los dos mil setecientos restantes van a parar a la atmósfera. La Organización Meteorológica Mundial estima que, teniendo en cuenta las perturbaciones producidas en la naturaleza, el recalentamiento de la Tierra aumentará de uno a seis grados. Esto podría producir el derretimiento de los hielos árticos, elevando del nivel de los mares –hecho del cual ya se tienen pruebas–, y la aparición de nuevos desiertos.

La contaminación del mar a través de varaduras, hundimientos o vaciado de los buques petroleros, trae aparejada serios riesgos para el equilibrio del ecosistema. Pero estos no son los únicos peligros: También hay que considerar el llamado fango rojo producido por los residuos industriales de oxido de titanio arrojados al océano. La contaminación del mar es altamente riesgosa, pues la fauna marina tiene una aptitud muy particular, que es la de fijar en su organismo ciertos productos tóxicos. Su degradación amenaza al potencial alimentario marítimo necesario para sustentar a futuras generaciones.

A esto habría que sumarle la matanza indiscriminada de animales, usualmente con el propósito de obtener pieles para el mercado de la moda. En África, la explotación de la carne de animales silvestres se ha trasformado en una industria muy lucrativa, y eso por no mencionar la caza de ballenas. Cada año se exterminan aproximadamente unas seis mil especies de animales, amenazando al trece por ciento de los pájaros, al veinticinco por ciento de los mamíferos y al trece por ciento de los peces.

Sobre estos y otros casos se pueden presentar innumerables ejemplos. El hombre ha asolado el planeta y destruido la naturaleza. Esto tendrá serias consecuencias para la supervivencia de la vida en la Tierra. La situación que vivimos sólo puede ser comparada con la desaparición de los animales prehistóricos.

El comercio ilegal de animales vivos, como así también de los productos derivados de ellos, se convirtió en una fuente de ingresos tal que iguala a los que se consiguen mediante el tráfico ilegal de drogas. Este negocio llevó a especies como los rinocerontes y los tigres al borde de la extinción.

Estos emprendimientos comerciales, económicamente sustentables pero indeseables desde el punto de vista ético, movilizan cifras extraordinarias, gozando de una gran impunidad. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico –OCDE– destina ochenta mil millones de dólares por año en concepto de sobornos para la obtención de ventajas o contratos. Según la Organización de la Naciones Unidas –ONU–, esta suma es comparable a la que permitiría erradicar la pobreza del mundo. No obstante esta estimación de la ONU, el diario The guardian de Londres señala que «la Organización de las Naciones Unidas se está convirtiendo en una suerte de gendarme de la economía mundial, que ayuda a las empresas occidentales a acceder a nuevos mercados eludiendo los reglamentos, único medio para hacer rendir cuentas».

Existen aproximadamente doscientos tratados internacionales sobre la protección del medio ambiente, de los cuales ciento cuarenta fueron ratificados durante los últimos treinta años. Sin embargo, pese a la gran difusión que tuvieron, se han convertido en letra muerta.

En la búsqueda de beneficios, cuyo objetivo principal es la acumulación de capital, el mundo desarrollado ha producido la destrucción social y ecológica, sostenida gracias a la ignorancia del pueblo respecto de estos problemas. Más de mil millones de personas carecen de agua potable y casi tres mil millones, la mitad de la humanidad, consumen agua de mala calidad, lo que origina la muerte de treinta mil personas diariamente.

Sin lugar a duda, la cuestión relativa a la distribución del agua está llamada a ser uno de los problemas de mayor importancia en el ámbito internacional en el siglo XXI. Tal es así que en algunas regiones de África y Oriente Medio, este elemento vital influye decisivamente en las cuestiones políticas.

En una oportunidad, el rey de Jordania Hussein, expresó con gran acierto que una guerra general en Oriente Medio no se desencadenaría a causa del petróleo, sino del agua. Unos cuarenta países podrían entrar en conflicto simplemente a causa de este elemento. Al no existir legislación internacional al respecto, su posesión es, más que nada, cuestión de poder político. Indudablemente, el agua en los próximos años será un mercado con grandes posibilidades de lucro.

Aparte de la depredación de la naturaleza, la contaminación del agua y del aire, nos enfrentamos también al problema de la desertificación y degradación de los suelos. La desertificación se halla asociada a las bajas lluvias y condiciones climáticas secas, mientras que la degradación corresponde a la pérdida de calidad del suelo. Esto se produce, entre otras causas, por su uso indiscriminando, que no contempla técnicas adecuadas de rotación de los cultivos para evitar el agotamiento de la superficie. Cuando la reserva de la tierra fértil se reduce y la población mundial aumenta cien millones por año, el problema del suelo concierne a todos, aún cuando no estemos en contacto directo con él.

Todas estas situaciones se han confirmado, y aún agravado, pero son permanentemente ocultadas por los grandes sistemas financieros que ven perturbados sus intereses por las posibles soluciones.

El esquema de consumo y producción que realizan resulta inviable e indisociable, respecto a las crecientes desigualdades que se producen en el mundo. Esta situación amenaza a la especie humana.

En la Primera Cumbre de la Tierra realizada en Río de Janeiro durante 1992, se mencionaron como temas que deben ser examinados y solucionados con urgencia el recalentamiento global, la escasez de agua dulce, la tala indiscriminada de bosques, la extinción de decenas de especies vivas y la pobreza que hace estragos en mas de mil millones de seres humanos.

Diez años después, la situación no ha mejorado. Por el contrario: se ha acelerado como consecuencia del proceso de globalización implementado por el sistema neoliberal. Las desigualdades alcanzan cifras nunca vistas en la historia de la humanidad. Se puede dar como ejemplo que las tres fortunas más grandes del planeta superan a la riqueza acumulada por los habitantes de los cuarenta y ocho países más pobres de la Tierra

Estimado Salvador, quise hacer esta breve reseña de lo que acontece en este fin de la modernidad, donde se atenta contra la calidad de vida ya no de individuo, sino de toda la especie humana. Podría aportar más datos, pero mi carta resultaría muy extensa y podría perder interés.

Este es el precio que estamos pagando por adherir e idealizar lo que se conoce como progreso, sin advertir que todo avance trae sus costos y el que ahora estamos pagando resulta demasiado alto, sobre todo si consideramos que la vida humana no tiene precio. Por primera vez en la historia, el hombre dispone de un poder tal que esta en condiciones de aniquilar a la naturaleza y precipitarse a un suicidio ecológico.


G.C.V.


Octava carta

Estimado Guillermo:

Es muy interesante el tema que desarrolla en su carta y comparto su preocupación por los desequilibrios ecológicos. El hombre es el gran depredador de la naturaleza. En los últimos siglos, al desarrollarse tecnológicamente, llevó el problema hasta límites preocupantes.
Albert Schwitzer, el humanista de Lambarene, decía con acierto: «Hasta ahora, el gran delito de todas las éticas es creer que sólo les concierne tratar la relación del hombre con el hombre». Con su habitual agudeza, señalaba una carencia en el enfoque ético del pasado que dejaba un importante vacío en la consideración de las relaciones entre el hombre y la naturaleza.
Si bien el diálogo hombre-naturaleza ha sido permanente, es durante la modernidad que el problema se agudiza. La necesidad de analizarlo y enfrentarlo se hace imprescindible.
En el pasado, el hombre accionaba sobre la naturaleza pero le daba tiempo a reacomodarse, manteniendo de esta forma el equilibrio ecológico. Dos milenos atrás instalaban puertos en el Mediterráneo en la desembocadura de los ríos. Para hacerlos, se talaban los árboles de la costa alterando notoriamente el ecosistema. Hoy, esos puertos, para asombro de los visitantes, están varios kilómetros dentro del continente, porque la intervención humana facilitó que creciera la sedimentación y la naturaleza reaccionó y se recuperó creando un ecosistema paralelo. En aquella época, la acción humana permitía que la naturaleza tuviera tiempo para reordenarse.
Durante una conferencia en Londres, Aldous Huxley se quejaba de que los ríos en los cuales se bañaba durante su niñez estaban cubiertos de gigantesca maleza. Señalaba que este desborde había sido el resultado de la acción del hombre extinguiendo a los conejos que mantenían el equilibrio de la flora del lugar. Uno de los concurrentes a la conferencia de Huxley le recordó que el conejo había ingresado a la región por mano del hombre en el siglo XII, con lo que ya en ese tiempo se había producido una alteración del ecosistema, que luego se había reacomodado siguiendo los causes naturales.
El problema que se presenta hoy es que el crecimiento tecnológico y el afán desmedido de lucro hace que la acción depredadora del hombre se haya incrementado de tal manera que no le da tregua a la naturaleza para realizar su reacomodación y crear nuevos ecosistemas. Por lo tanto estamos produciendo una catástrofe que presagia la destrucción sistemática de nuestro hábitat.
Pero, para elaborar una solución fundamentada sobre este problema, es indispensable plantearnos un interrogante que está latente detrás del problema ecológico: ¿Los hombres somos dueños de la naturaleza y podemos hacer con ella lo que queremos, o somos parte de la naturaleza y tenemos que reconocer la presencia del Creador aceptando y respetando los límites que nos imponga? Responder este interrogante significa tomar una actitud ética y espiritual que es ineludible.
En una conferencia titulada Las raíces históricas de nuestra crisis ecológica, Lynn White decía: «La actitud de la gente hacia la ecología depende de lo que piensen de sí mismos en relación a todo cuanto les rodea. La ecología humana está profundamente condicionada por lo que creamos acerca de nuestra naturaleza y destino, esto es, por la religión».
Si echamos un rápido vistazo a la historia de occidente, notaremos que la actitud del hombre ante la naturaleza pasó por diferentes etapas. Los griegos y los romanos rendían culto a la naturaleza. Al analizar el tema, Chesterton sostiene:
Los griegos, esos grandes guías y heraldos de la antigüedad pagana, lanzaron la idea de algo espléndidamente obvio y directo; la idea de que si los hombres caminaban derechamente por el camino real de la razón y la Naturaleza, nada debían temer (...). Los hombres más sabios y prudentes del mundo se empeñaron en ser naturales; y lo primero que hicieron fue la cosa menos natural del mundo. El efecto inmediato de saludar al sol y a la salud que el sol proporciona a la Naturaleza, fue una depravación que se extendió como una peste (...) encontramos al culto a la Naturaleza produciendo, inevitablemente, cosas contra la Naturaleza.
Años después, la irrupción del cristianismo produjo cambios en el enfoque de la naturaleza. El mundo bizantino, como reacción a la depravación moral pagana, se purificó, dejando de lado la naturaleza para centrarse en el cielo, la trascendencia y la eternidad. En el arte bizantino, la naturaleza está ausente: los humanos son representados simbólicamente y el dorado, símbolo de lo celestial, domina el fondo de la escena.
Fue Francisco de Asís quién llamó la atención de los cristianos hacia las cosas naturales, haciendo que la mirada centrada en el cielo bajara a contemplar las bellezas que el Creador había diseminado por la tierra. Lejos del panteísmo que algunos pretenden atribuirle, el Pobre de Asís subrayó la hermandad entre el hombre y las criaturas terrenales. Su enfoque resultó revolucionario para la época.
Al irrumpir la sociedad industrial, el hombre se alejó de los planteos espirituales profundos, pero tomando algunos conceptos teológicos hizo una interpretación antojadiza e interesada, sosteniendo que Dios había dado al hombre dominio sobre la naturaleza para que hiciera con ella lo que le viniera en gana.
La crisis ecológica que vive nuestro impone el retorno a un análisis profundo, meduloso, serio y comprometido sobre el tema, evitando caer en las actitudes fatalistas del pasado, pero sin el ingenuo romanticismo de quienes condenan todos los adelantos técnicos y proponen solucionar el problema ecológico dando marcha atrás. Necesitamos ubicar al hombre en la naturaleza y determinar cuál es el vínculo que los une.
Si miramos al hombre desde el punto de vista biológico tenemos que calificarlo como un mamífero, hermanado con las demás criaturas y con un inconmensurable abismo que lo distancia del Dios espiritual de la tradición judeo-cristiana.
Pero si miramos al hombre como un ser racional, trascendente, libre, creativo, espiritual, consciente de su propia existencia, tenemos que decir que un abismo lo separa del más evolucionado de los primates y lo acerca maravillosamente al Dios espiritual.
Por lo tanto, el hombre es un ser particular, imagen de Dios sobre la tierra. No dueño ni hermano, sino mayordomo de la naturaleza, a la que puede usar racionalmente, con sentido solidario y teniendo en cuenta que no es propietario de ella, sino administrador.
El hombre enloquecido de la sociedad neoliberal, desbordado por el progreso técnico y obnubilado en su codicia, no analiza su relación con la naturaleza y la destroza irracionalmente. Es un gigante tecnológico, pero un enano moral, lleno de soberbia, enceguecido en su individualismo y fanatizado por el afán de lucro que ha usurpado el lugar del Creador y pretende constituirse en «Emperador de sí mismo», como decía Ibsen.
Tiene que entender lo que señala Richard L. Means cuando dice que las actividades de los hombres «no son precisamente privadas, inconsecuentes, y limitadas a ellos mismos; sus acciones, manifestadas en los cambios de la naturaleza, afectan a mi vida, a mis hijos y a las futuras generaciones. En este sentido la justificación de la arrogancia tecnológica hacia la naturaleza sobre las bases de dividendos y beneficios no es exactamente mala economía, es básicamente un acto inmoral».
Volvemos así al punto de partida: O nos bajamos de la soberbia y nos inclinamos ante el Creador para comenzar una nuevo estilo de vida, o seguimos por este camino de desenfreno y volvemos a la jungla.
Tengo la esperanza de que la situación crítica que se avecina produzca la suficiente reflexión como para tomar el camino correcto.

S.D.


Novena carta

Mi buen amigo:

He recibido su nueva carta, en la que da respuesta y amplía con interesantes elementos históricos y filosóficos a la que oportunamente le envié, en la cual me refería al problema de la destrucción del medio ambiente.

En esta ocasión, quiero compartir con Ud. mi inquietud sobre el peligro bélico, despertado en estos días y que amenaza la frágil estabilidad de la paz mundial. Este problema tiene un origen aparente en los atroces atentados del 11 de septiembre del 2001 en la isla de Manhattan, Nueva York, cuyas fatales consecuencias todos conocemos. Ante este terrible e injustificado hecho vale preguntarnos el porqué de tal crueldad.

Si se hace un recorrido por la historia de los Estados Unidos, se podrá observar la forma feroz en la que se fue desarrollando este imperio, atendiendo sólo a sus propios intereses. Con la caída de Muro de Berlín, se marca el fin del poder de la Unión Soviética, se da por concluida la llamada Guerra fría y se consolida la omnipresencia de Estados Unidos, transformándose en la única potencia mundial.

Esta situación de absolutismo pone en peligro el equilibrio mundial, sobre todo si se recorre el proceso de expansión territorial realizado por lo Estados Unidos. Para poder intervenir en conflictos bélicos internacionales, esta nación sacrificó a sus ciudadanos en busca del apoyo popular. Existen gran cantidad de casos que dan prueba de lo que expreso. A modo de ejemplo, citaré tres:

La voladura del buque Maine, en el puerto de La Habana, en 1898, que dio comienzo a la guerra hispano-estadounidense.

El masivo ataque japonés a la base naval de Pearl Harbor, en diciembre de 1941, que permitió al Congreso autorizar la declaración de la guerra a las potencias del eje.

Los incidentes del golfo Tonkin, que suministraron la excusa ideal para invadir Vietnam.

En cuanto a su accionar sobre América Latina, los actos vandálicos cometidos por los Estados Unidos son innumerables y de extrema gravedad. Entre ellos se pueden citar la anexión violenta de un tercio del territorio mejicano en el siglo XIX y las invasiones sangrientas que efectuaron en República Dominicana, Cuba, Granada y Panamá durante el siglo XX, así como el apoyo financiero aportado con el fin de lograr la destitución del gobierno de Jacobo Arbenz en Guatemala (1954) y de Salvador Allende en Chile (1973).

Podría continuar con la lista, pero creo que bastan estos ejemplos para demostrar que los Estados Unidos se comportaron y comportan de manera violenta, ilegal y arbitraria en el plano internacional. Esto ha llevado al destacado intelectual Noam Chomsky a sostener que Estados Unidos es «el terrorista mundial número uno».

Un hecho que demuestra la iniquidad política de los Estados Unidos se encuentra en la actitud que demostró después de la Segunda Guerra Mundial, apoyando a los elementos más reaccionarios, a los cuales utilizó como murallas contra el comunismo o el nacionalismo progresista.

A menudo, Estados Unidos reclutaban entre sus aliados a fundamentalistas religiosos con el fin de utilizarlos para desmembrar gobiernos que se opusieran a su régimen. A modo de ejemplo podemos mencionar a los Hermanos Musulmanes contra Nasser en Egipto, el Sare-kat-i-islam contra Sukarno en Indonesia; el Jamaat-i-islam contra Bhutto en Pakistan; y años más tarde, Osama Bin Laden contra el comunista laico Mohamed Najibullah, a quien ultrajaron y asesinaron con inusual crueldad.

En la década de 60, el partido comunista de Irak era la fuerza más popular del país. Ante esta situación, Estados Unidos apoyó al partido Baas, el ala mafiosa de la oposición, incitándola a diezmar a los comunistas y a los sindicatos de obreros petroleros. Sadam Hussein fue el encargado de llevar adelante este plan. Como recompensa, obtuvo armas y logró cuantiosos acuerdos comerciales. Pero el apoyo terminaría en 1991, cuando Hussein atenta contra los intereses estadounidenses.

En Irán, el gobierno despótico del Sha aniquiló por medio de la muerte y la tortura al partido comunista Tudeh. Todo este accionar terrorista se realizó con el apoyo y la colaboración de los Estados Unidos.

Buscando explotar los recursos económicos de otros países en su beneficio, Estados Unidos propicia y apoya regímenes represivos. Esta es una constante histórica observable en el desarrollo de toda su política de expansión.

Estimado Salvador, después de hacer este breve análisis, la conclusión es inevitable: quien haya programado y ejecutado los atentados terroristas que golpearon los máximos símbolos del poder estadounidense proveyó a los Estados Unidos de los argumentos necesarios para acelerar el camino de expansión que desde los comienzos de su historia se había trazado. Pero esta aceleración tuvo un resultado no previsto: Salvo escasas excepciones, las naciones occidentales no respondieron positivamente a los reclamos estadounidenses ni consensuaron en la necesidad de emprender una campaña bélica contra el mundo árabe. De este modo, nace una nueva fase de esta historia, una etapa llena de luchas y proyectos pero de alentadores resultados.

En una oportunidad, Fidel Castro resumió el panorama que enfrenta la humanidad, diciendo: «En el Congreso de Estados Unidos, se diseñó la idea de una dictadura militar mundial bajo la égida exclusiva de la fuerza, sin leyes ni instituciones internacionales de ninguna índole. La Organización de la Naciones Unidas, absolutamente desconocida en la actual crisis, no tendría autoridad ni prerrogativa alguna; habría un solo jefe, un solo juez, una sola ley».

En su último libro, Emmanuel Todd considera que el imperio creado por Estados Unidos se halla en un pronunciado declive. Para Todd, haber arbitrado condiciones económicas internacionales imponiendo la globalización y haber creado una moneda fuerte como el dólar le jugó en contra a los Estados Unidos, ya que la compra permanente al exterior hace funcionar la economía internacional, pero detiene la interna. Todd compara esta situación con la vivida por el Imperio Romano: Al comprar al exterior, la economía mundial vive en función de los Estados Unidos.

Pero esta dependencia de mercados externos genera dos problemas. En primer lugar, el país se endeuda: Estados Unidos es el país más endeudado del mundo, tanto en forma externa como interna; en segundo lugar, carece de instrumentos de producción. Dejó de generar insumos, porque todos se elaboran fuera de sus fronteras, ya que resulta más barato imprimir dólares para comprar productos que fabricarlos. Al reducir su capacidad de producción, los estadounidenses ha producido su propio debilitamiento.

La idea de Emmanuel Todd tiene cierto asidero, pero el economista francés Daniel Cohen da una respuesta más acabada sobre el tema al sostener que Estados Unidos deriva las actividades industriales clásicas hacia países intermedios, mientras que conservan las actividades de punta como la informática o la industria espacial y armamentística: Guardan para sí las actividades de mayor valor agregado. La riqueza de hoy es financiera, no industrial. Consciente de esto, Estados Unidos se a adueñado del control financiero mundial.

Estimado Salvador, quiero cerrar esta carta diciendo que la riqueza financiera que hoy nos invade ha anulado los escrúpulos, al convencer al hombre de que las aspiraciones del espíritu deben dar paso a las necesidades de éxito y dinero. No nos queda tiempo para recordar que la humanidad posee una gran reserva, que es esa gran certidumbre de su evolución espiritual como única garantía para acercarla a la realización de sus sueños. Hemos olvidado que la humanidad ha dado mayores avances cuando se aproximó a la verdad con las ideas de hombres como Sócrates, Campanella o Pascal, quienes supieron ver el mundo espiritual por sobre lo material.

Una sociedad que ha cambiado tan radicalmente en un corto tiempo necesita autoevaluarse, no para llorar sobre sus errores y defectos, sino para ver si es capaz de reconstruir los ejes progresivos que devuelvan el sentido al presente y al futuro de la condición humana

G.C.V.



Décima carta

Estimado Guillermo:

El compacto análisis que usted hace del imperialismo no tiene desperdicios y desnuda una realidad que tenemos ante nuestros ojos, pero que muy pocos ven porque han perdido la perspectiva histórica necesaria para observar desapasionadamente los orígenes y las consecuencias de la actual situación. Lo invito a ir más allá de lo histórico y anecdótico para observar esta realidad humana que ha generado tanta violencia y muerte, tratando de penetrar en las profundas motivaciones que la generan.

Monseñor Fulton Sheen dice: «Nada se salva si no se salvan las almas, no puede haber paz en el mundo a menos que haya paz en el alma. Las guerras mundiales son sólo proyecciones de los conflictos que anidan en el interior de las almas de los hombres y mujeres modernos, ya que nada ocurre en el mundo exterior que no haya sucedido antes en el interior de un alma». Es necesario que nuestra sociedad reflexione sobre estas consideraciones porque, infectada por las ideas de pensadores como Rousseau, busca en los mecanismos sociales las causas que deben rastrearse en el interior del alma de los hombres. En definitiva, todo lo que sucede en la sociedad es lo que emerge del fondo del corazón humano.

Esta violencia ha sido una constante de todos los tiempos. La historia de la humanidad es un compendio de violencia, guerra y muerte. Hace dos mil años, Jesucristo enseñaba a sus discípulos que el centro del problema está en el corazón del hombre. Decía: «Porque de adentro, es decir, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, la inmoralidad sexual, los robos, los asesinatos,los adulterios, la codicia, las maldades, el engaño, los vicios, la envidia, los chismes, el orgullo y la falta de juicio.Todas estas cosas malas salen de adentro y hacen impuro al hombre».

En el contexto hebreo en cual Jesús actuaba el corazón era muchos más que el asiento de las emociones; incluía todas las actividades intelectuales y volitivas, era la síntesis de la vida interior y de allí procede toda la sinrazón que se observa en el mundo y que, paradójicamente, se viste de racionalidad. ¿Qué guerra no tuvo una justificación altruista y en qué conflicto bélico no se invocaron falsamente los valores trascendentes? El hombre oprime, humilla, empobrece y extermina conjurando siempre, con toda hipocresía, alguna razón superior.

Cuando analizamos la realidad presente, corremos el riesgo de hacer una división maniquea del mundo y creer que la dicotomía poderosos, ricos y opresores contra débiles, pobres y oprimidos puede expresarse como una lucha entre buenos y malos. Pero tenemos que ser honestos: bastaría con que los oprimidos tuvieran el poder suficiente de doblegar a sus opresores para que olvidaran todos los ideales, sueños y utopías que proclaman y se conviertan en feroces practicantes de todo lo que hoy critican. La Revolución Francesa se realizó bajo el alto ideal de la libertad, igualdad y fraternidad, pero terminó estableciendo el terror al hacer rodar cabezas indiscriminadamente. La balanza nunca alcanza a mantener el justo equilibrio.

Llevamos sobre nuestras espaldas milenios de historia. El mundo ha ido cambiando y, sobre todo en los últimos siglos, el progreso ha sido uno de los dioses indiscutidos de nuestra sociedad. Sin embargo, el innegable desarrollo técnico no ha generado progreso moral. Por el contrario, toda la tecnología se pone al servicio del mal y la destrucción.

Lo único que parece controlar los desbordes es el miedo. Por temor a ser las víctimas de un holocausto se quieren controlar las armas nucleares y proscribir las químicas, biológicas y bacteriológicas, firmando hipócritas pactos de desarme. Pero, mientras tanto, la industria armamentista sigue creciendo a pasos agigantados.

Esta situación se agudizó durante los tres últimos siglos, cuando el mundo occidental, en un arranque de soberbia, quiso desprenderse de toda idea de Dios, trascendencia y orden moral para liberar las fuerzas primitivas hasta alterar gravemente las nociones de responsabilidad y deber.

Hoy vivimos en una sociedad cuya única certeza parece ser el miedo. Aldous Huxley decía del hombre moderno: «Ya no es un hombre entre hombres, ya no es un ser racional que habla articuladamente con otros seres racionales; no queda más que un animal lacerado, que chilla y se agita en la trampa. Pues al final el miedo llega a expulsar la humanidad del hombre. Y el miedo... es la misma base y fundamento de la vida moderna. Miedo a la tan cacareada tecnología que, mientras eleva nuestro nivel de vida, aumenta las probabilidades de que muramos violentamente. Miedo a la ciencia que quita con una mano aún más de lo que tan profusamente da con la otra. Miedo a las instituciones, demostrablemente fatales, por las que, en nuestra lealtad suicida, estamos dispuestos a matar y morir. Miedo a los Grandes Hombres que hemos exaltado, por aclamación popular, a un poder que ellos usan, inevitablemente, para asesinarnos y esclavizarnos».

Hasta aquí este panorama de la situación espiritual del hombre, que quise presentar descarnadamente y sin falsos pudores. Pero si nos quedáramos en el diagnóstico, estaríamos cerrando el camino a la esperanza. Porque, si bien el hombre está en esta terrible situación, tenemos que recordar que es también el único ser en la creación con la capacidad de evaluar el camino que tomó, criticar su pasado, cambiar su forma de pensar y rectificar el rumbo.

Eduardo Galeano diagnosticó con precisión cuando dijo:

El poder identifica valor y precio. Dime cuánto pagan por ti, y te diré cuánto vales. Pero hay valores que están más allá de cualquier cotización. No hay quien los compre, porque no están a la venta. Están fuera del mercado, y por eso han sobrevivido. Porfiadamente vivos, esos valores son la energía que mueve los músculos secretos de la sociedad civil. Provienen de la memoria más antigua y del más antiguo sentido común. Este mundo de ahora, esta civilización del sálvese quien pueda y cada cual a lo suyo, está enferma de amnesia y ha perdido el sentido comunitario, que es el padre del sentido común.

Sabemos lo que hemos perdido, sabemos lo que necesitamos, el asunto está en saber si queremos salir de este pantano.

Para el cristianismo, el hombre es una posibilidad; ve en la criatura humana sus dos caras: La depravación y la posibilidad de cambio. Por eso el tema de la redención es central: El hombre puede ser quitado de debajo del yugo del mal para encontrar verdadera libertad espiritual.

San Pablo explica esto en términos simbólicos al confrontar al «primer Adán», padre de la raza que cae y cabeza de la humanidad sufriente y descarriada, con «el último Adán»: Jesucristo, comienzo de una nueva humanidad que se debe manejar con nuevas metas y nuevos valores. Para que esto suceda, convoca a un cambio espiritual voluntario diciendo: «Cambien su manera de pensar para que así cambie su manera de vivir».

Si no buscamos la forma de reconstruir nuestra escala de valores, si no encontramos un sólido sustento espiritual para nuestra ética, si no valorizamos nuevamente el deber sobre el tener, si no descartamos la viveza criolla y la reemplazamos con principios de integridad, si no volvemos a creer en la honestidad, a premiar a los honrados y castigar a los corruptos seguiremos transitando al borde del abismo.

Pero... ¿Cómo encontrar el sustento para fundar una nueva condición humana? La respuesta probablemente surja al desandar el camino y revisar donde se produjo el cortocircuito histórico que nos llevó a este estado. Hay un momento de nuestro pasado en el que nos alejamos incomprensiblemente de Dios. Lo hicimos porque renegamos de Él como fuente de autoridad, para constituirnos en «Emperadores de nosotros mismos». Pero, como consecuencia, perdimos la esperanza, no pudimos construir una sociedad sana, terminamos intoxicados en el aire enrarecido de nuestra propia soberbia y desatamos las fuerzas oscuras de nuestro corazón, con las que entenebrecimos el mundo llenándolo de terrores y muerte.

Tenemos que volver a leer el evangelio sin prejuicios ni preconceptos para revalorizar el mensaje cristiano en la misma fuente. No daremos cuenta que en la historia muchas veces se invocó el nombre de Jesucristo para cometer tropelías que están en franca oposición con sus enseñanzas. Tal vez sea Jesús el personaje más vapuleado y falseado de la historia; pero para conjurar esto tenemos un recurso infalible: Los documentos que dan testimonio de su vida, el evangelio, que están al alcance de cualquiera. En ellos encontramos los fundamentos de la fe cristiana y a ellos tenemos que retornar.

En el final de su larga vida y luego de haber experimentado los caminos más diversos, Miguel Ángel, el genial artista renacentista, se enfrentó con la única verdad: Su propia muerte. Ante ese desafío, el único verdadero y definitivo, aquel hombre que buscaba su inmortalidad en el mármol escribió:

Mis pensamientos me llevaron una vez a abrazar cosas dañinas. ¿Qué son ellas ahora cuando dos temibles muertes están cerca? La muerte física me sujeta, la muerte eterna saca su espada.

Vana es la ayuda de la pintura y la escultura. Mi solo refugio es el amor divino, que desde la cruz extiende sus manos para salvarme.


Estimado Guillermo: Mientras esas manos se extiendan hacia los hombres buscándolos para darle otra oportunidad, seguirá habiendo esperanza.


S.D.


Epílogo

Vivimos en la sociedad de la inmediatez y lo instantáneo. Estamos tiranizados por la imagen y aturdidos por los eslóganes. Los abrumadores intereses económicos que manejan el poder pretenden transformar la vida en un video clip absurdo de imágenes incoherentes y vertiginosas que embotan el pensamiento. En medio del naufragio, los gritos angustiosos del alma que busca una tabla de salvación son ahogados con música estridente y primitiva que insensibiliza y adormece.

Sabemos que estamos situados en el tiempo, que nuestra existencia es un viaje que tiene un límite final. En el pasado, esta condición pasajera de la vida era un incentivo para la búsqueda de verdades absolutas y esperanzas trascendentes. Pero hoy es diferente: para el hombre moderno, el tiempo es un fantasma del que no quiere tomar conciencia y al que estúpidamente pretende conjugar con estiramientos y cirugías. La implacable presencia de la muerte y la incógnita de la eternidad son deliberadamente ignoradas. Por eso, las preguntas esenciales están ausentes.

La desesperanzada resignación que los existencialistas proponían frente a la muerte ha sido reemplazada por una actitud evasiva, porque resulta más fácil alienarse de la realidad que abocarse a la búsqueda de respuestas. A lo sumo, se recurre a paliativos, como el pensamiento mágico o los delirios de la Nueva Era, en una peligrosa regresión hacia la ignorancia.

La trabajosa búsqueda de la sabiduría ha sido desechada. Su lugar ha sido ocupado por el afán de lucro inmediato y la vida hedonista. La ética, base de la convivencia, se ha diluido para dejar paso a una forma acomodaticia de vida donde todo es válido si reporta ventajas o beneficios inmediatos.

Escribir en medio de esta situación de confusión es un acto esperanzado. Nos atrevimos a encararlo porque creemos que, como en los crisoles donde se funden los metales, del fuego infernal puede surgir una nueva forma que revalorice lo perdido y plasme nuevamente la esperanza.

En medio de la creación, el hombre es el único ser con la posibilidad de pensarse a sí mismo y trazar sus propios rumbos. Fernando Savater sostiene:

A diferencia de otros seres, vivos o inanimados, los hombres podemos inventar y elegir en parte nuestra forma de vida. Podemos optar por lo que nos parece bueno, es decir, conveniente para nosotros, frente a lo que nos parece malo o inconveniente. Y como podemos inventar y elegir, podemos equivocarnos, que es algo que a los castores, las abejas y las termitas no suele pasarles. De modo que parece prudente fijarnos bien en lo que hacemos y procurar adquirir un cierto saber vivir que nos permita acertar. A ese saber vivir, o arte de vivir si prefieres, es a lo que llaman ética.

La crisis ética en la que nos debatimos indica que no hemos comprendido cabalmente quienes somos. El hombre es posibilidad, no está fatalmente atado al instinto, pero tampoco lo está a las corrientes alienantes de la sociedad. Porque somos hombres, podemos aprender de nuestro pasado, analizarlo y superarlo. Tenemos la capacidad de reaccionar, negarnos a seguir la corriente, enarbolar un ideal e iniciar el camino hacia la esperanza.

La sociedad moderna niega al hombre su condición humana. Lo bestializa haciéndole creer que responde ciegamente a sus instintos y debe rendirse a ellos. A través de los medios de comunicación, lo masifica y maneja como si fuera parte de una manada. Todo el sistema está diseñado para que no tome conciencia de su potencial como ser humano e impedirle desarrollarse plenamente.

Hoy vivimos una desorientación adolescente: No sabemos quiénes somos, ni hacia dónde vamos, ni cuáles son nuestras posibilidades. Estamos sumidos en un estado de confusión que nos hace presa fácil de un sistema perverso de deshumanización y explotación.

Pero no es la primera vez que la sociedad pierde el rumbo y se empecina en no asumir sus errores para seguir, implacable, por el camino de la desesperanza. El imperio Romano pasó por una situación similar: Los dioses habían mostrado su ineficacia y los hombres boyaban a la deriva. La guerra los había vuelto descreídos y escépticos. En su búsqueda de respuestas fáciles, volvieron sus ojos, tal como sucede hoy, hacia las religiones orientales que proponían la quimera de la reencarnación. Los adivinos, astrólogos, brujos y hechiceros eran consultados hasta por los emperadores; los sueños y augurios se estudiaban con la misma seriedad con que lo hacen los psicólogos modernos.

Los romanos, militarmente poderosos, se sentían interiormente débiles y buscaban captar la energía de la naturaleza sacrificando animales de reconocida fuerza para bañarse en su sangre.

El espectáculo cada vez más degradado y grosero del circo era la forma en que la plebe se alienaba de esa triste realidad: un tercio del presupuesto público estaba destinado a esta burda forma de diversión. En su búsqueda alocada por estabilidad, llegaron a deificar al mismo emperador y llenaron el imperio de colosales estatuas del César, al quien rendían culto.

Fue en ese momento en el cual surgió la fe cristiana, trayendo un hálito renovador. El fuego comenzó desde abajo, desde la marginalidad, porque los galileos, que proclamaban que había esperanza, pertenecían a la última de las provincias del Imperio. La esperanza no renació de las discusiones en los cenáculos de Atenas, ni de los planes estratégicos que se gestaban en los salones imperiales de Roma, ni de la fastuosidad religiosa de Jerusalén. Comenzó donde nadie lo esperaba, con la gente menos representativa.

Pero esa llama de esperanza encendió el imperio. Se propagó sin tener el apoyo de las armas, ni el prestigio de las doctrinas filosóficas, pero hizo tambalear las paganizadas columnas que sostenían el poderío romano.

Cuenta la leyenda que Juliano el Apóstata, perseguidor del cristianismo, cuando fue herido de muerte, alcanzó a exclamar: «¡Venciste galileo!». El poder de las armas y la economía que habían sojuzgado durante siglos a la sociedad mediterránea caía ante el empuje de un grupo de hombres simples que enarbolaban su fe en una esperanza trascendente. Porque la fuerza de la fe y la esperanza pueden más que el potencial destructivo de las armas y el poder inicuo de la economía.

En la farsa El Centroforward murió al amanecer, Agustín Cuzzani plantea la tensión que se produce entre el individuo y el poder alienante de la fuerza o la economía. Al culminar, el protagonista es condenado a muerte. En un fervoroso alegato final dice:

No. Yo no voy a morir. Esto... también es parte de la vida. Pueden ahogar mi voy y castigar mi cuerpo. Eso también es vida. Yo... soy un hombre. He tenido que sufrir mucho para comprenderlo. Pero ahora sé que no estoy solo. En cada barrio, en cada rincón de la ciudad enorme, en todas partes donde se sufre y se comprende, hay hombres como yo. Y entonces no importa que haya lobos que quieran comprar la sangre y se apoderen de la alegría y la felicidad del hombre. Yo he luchado. He probado mis fuerzas y estoy seguro. Eso... no muere. Desde aquí veo llegar la aurora. No es más que un intento de claridad sobre los tejados, más allá del horizonte. ¡Pero es la aurora! Viene toda ella llena de luz y de pájaros. ¡Es la aurora! (...) ¡Dónde quieras que te encuentres, levantá la cabeza y dejá que se inunde de luz! ¡Es la aurora! ¡Es la aurora que viene!

En medio de la oscuridad y la angustia, estos diálogos pretenden encarnar un grito de luz y esperanza, porque creemos que siempre a la noche más oscura, le sucede una aurora luminosa.


G.C.V. y S.D.















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